Diario Literario

Diario literario 2024, mayo (parte II): los 300 de Kant, el placer del libro, Poulenc-Anouilh, Schwob y de Quincey

Tumba de Kant en Königsberg (actual Kaliningrado). Fotografía de Felipe Tofani | Flickr

11/05/2024

Milán, sábado 4 de mayo de 2024 

300 de Kant (1)

El buen lector de Kant que es Luis José García (nos encontraba la aurora de rosáceos dedos hablando de La crítica del juicio), me recuerda que son trescientos los años que se cumplen del nacimiento de Immanuel Kant, ciudadano ilustre de la prusiana ciudad de Königsberg. No son buenos estos tiempos para un pensador que hizo de la razón un culto. Ni siquiera en su Alemania natal el entusiasmo ha sido desbordante. Susan Neiman, profesora en Postdam y especialista en el filósofo comenta: “En los últimos dos decenios hemos tenido el año de Albert Einstein, de Lutero, de Marx, de Beethoven, millones de euros fueron destinados a estas celebraciones. Sin embargo, el consensus en contra de la Ilustración es tal que ha sido extremadamente difícil organizar el homenaje a Immanuel Kant”. Nacido el 22 de abril de 1724 en la que hoy Kaliningrado, sede de los emplazamientos nucleares rusos orientados hacia Occidente. En nuestro tiempo de pocas convicciones serias, el maestro de la filosofía iluminista, a cuyo paso inalterable los ciudadanos de la ciudad ajustaban sus relojes, en ocasiones puede parecer en extremo candoroso. Como en estas líneas escritas a sus setenta años para el ensayo “El fin de todas las cosas”, que leo en la edición de Paul Festugière para la Bibliothèque de textes philosophiques, que me ha facilitado la Biblioteca de Milan:

Es cierto que los hombres sienten, y no sin causa, el peso de la existencia, aunque ellos mismos la hayan hecho más pesada. En mi opinión he aquí de donde proviene este sufrimiento. En el progreso de la civilización, es inevitable que el culto de la inteligencia, el refinamiento del gusto, con el lujo subsiguiente, avancen más rápido que el desarrollo de la moral. Este desequilibrio es precisamente lo más pesado y peligroso para las costumbres y para el mismo bien material: las necesidades crecen más rápido que los medios de satisfacerla. Sin embargo, aunque cojeando, como la poena pede claudo (el castigo llega cojeando) de Horacio, la facultad moral no deja sin embargo de avanzar; a pesar de que, en su curso precipitado, la humanidad pueda extraviarse y tropiece, es lícito esperar que, bajo el gobierno de un sabio ordenador del mundo, la una terminará por alcanzar la otra.

Mucho me temo que este optimismo no es compartido por buena parte del común de los mortales. No son dignas de un sabio ordenador del mundo las acciones de líderes contemporáneos como Castro, Chávez, Trump, Netanyahu o Putin. Más que nunca cojea (pede claudo) la moral en su saga de ponerse a la par del progreso de la civilización. Nadie parece preocuparse por las cualidades morales de la IA.

Thomas de Quincey. 1845. Sir John Watson-Gordon

Milán, domingo 5 de mayo de 2024

Los 300 de Kant (2)

Thomas de Quincey es una de las glorias de la prosa inglesa de todos los tiempos, una tradición no ayuna de grandes prosistas: Johnson, Boswell, Dryden, Defoe, Swift, Addison, Peele, Hazlitt, Lamb, Ruskin, Arnold, Pater, Chesterton, Stevenson son sólo algunos de ellos, sin considerar el siglo XX. No se puede escribir medianamente bien en ninguna lengua occidental sin frecuentarlos. Reyes y Borges lo sabían bien. En el caso del argentino, quien tantos hombres fue, nunca fue, por más que quiso, Thomas de Quincey. Célebre en su tiempo por sus Confesiones de un comedor de opio, De Quincey escribió otras páginas inmortales. Unas sobre Shakespeare y otras sobre Kant, que son las que nos interesan hoy, cuando celebramos los 300 años del nacimiento del pensador alemán. En realidad, se trata de una versión y revisión de la crónica de uno de los discípulos del filósofo, su amanuense, y una de las personas que estuvo a su lado aquel 12 de febrero de 1804, el último día del maestro. De Quincey, y no es la única vez, se adelantó a algunas posturas de la poética contemporánea. Como la de utilizar textos ajenos y hacerlos suyos mejorándolos notablemente. Estas son unas líneas, acaso reveladoras, de Los últimos días de Immanuel Kant. Entenderemos su justo sentido si recordamos una cita a la que acude de Cassirer en su clásico estudio: “De Kant, Charlotte von Schiller ha dicho que habría sido uno de los más grandes fenómenos de la humanidad en general, si hubiee sido capaz de experimentar amor (Liebe). De Quincey:

De todos los cambios que la primavera trae consigo, sólo había uno que interesaba a Kant, y lo esperaba con una ansiedad tan ávida e intensa que era casi doloroso ser testigo: se trataba del regreso de un pajarito (un gorrión o unpetirrojo) que cantaba en su jardín delante a su ventana. Este pajarito, tal vez el mismo o uno más joven, había cantado por años en el mismo lugar. Y Kant comenzaba a mostrar signo de intranquilidad cuando el frío, durando más de lo normal retardaba su aparición. De hecho, como Lord Bacon, tenía un amor infantil por los pájaros en general. Y estimulaba a los gorriones a hacer el nido sobre la ventana de su estudio: y cuando esto pasaba (y ocurría a menudo gracias al silencio que reinaba en la habitación), observaba sus movimientos con la misma ternura que otros dedican a los seres humanos.

No casó nunca ni tuvo hijos Kant. No obstante, era un hombre social y las reuniones eran más que frecuentes en su casa. Si no amado por la comunidad, fue respetado y casi venerado por los habitantes de Königsberg, quienes sin haberlo leído sabían que el compatriota era uno de los filósofos más importantes de su tiempo. Sólo en Alemania. Durante su entierro tuvo más fortuna que Mozart y Beethoven, y fue acompañado a su sepultura por buena parte de las autoridades y ciudadanos de Königsberg, orgullosos de haber compartido un pedazo de dura tierra con uno de los más originales e influyentes pensadores de la humanidad.

Immanuel Kant. 1790. Elisabeth von Stägemann

Milán, lunes 6 de mayo de 2024 

Los 300 de Kant (3)

La relectura de la crónica de De Quincey sobre los últimos días de Kant me ha conmovido hondamente, como no lo hizo cuando a los veintitantos la leí por primera vez. En ese entonces, no sabía que una historia tan trágica como la del pensador prusiano me iba a tocar tan de cerca. Tampoco imaginaba que, en un momento de mi vida, ese horror iba a estar en el campo de las posibilidades. A diario escucho hablar de casos parecidos, porque lo de Kant muy seguramente fue uno de esos casos relacionados con el síndrome de Alzheimer, nada raros en nuestros tiempos. Lo raro era el paciente. La mente filosófica más impresionante de los tiempos modernos. Una machine à penser, una máquina de pensar. De la misma manera que una podadora de césped sólo sabe podar césped, la cabeza de Kant sólo era capaz de pensar. Estas líneas son una muestra de esta genial incapacidad para incursionar en lo fantástico. Pertenecen al Primer Libro de El juicio del gusto estético:

Para decidir si una cosa es bella o no o no lo es, no referimos la representación a un objeto por medio del entendimiento, sino al sujeto y al sentimiento de placer o de pena por medio de la imaginación. El juicio del gusto no es, pues, un juicio de conocimiento; no es por tanto lógico sino estético, es decir, que el principio que lo determina es puramente subjetivo.

Pero no todas sus reflexiones se reducían a particulares como la decisión de si una cosa es bella o no lo es, no poca cosa, en verdad. A cuatro han reducido los especialistas los asuntos de su reflexión: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debería hacer? ¿Qué puedo esperar de eso? ¿Qué es el hombre? Con las preguntas el gran filósofo de la Ilustración nos dejó una recomendación: “Ten el valor de utilizar tu propia razón”. A los 300 años de su nacimiento, en tiempos oscuros para la razón, más oscuros que nunca en estos tres siglos, cuando la irracionalidad coquetea con el absurdo de Ionesco y el hombre dedica sus esfuerzos al cuestionamiento de su propia inteligencia, volver a Kant es incorporarse a las menguadas fuerzas de la resistencia.

José Antonio Ramos Sucre. Fotógrafo desconocido

Milán, martes 7 de mayo de 2024 

De Quincey y Ramos Sucre

Por razones profesionales (mi cátedra era de Literatura anglosajona), nunca fui un estudioso serio de la poesía del vate venezolano José Antonio Ramos Sucre. Tal vez por esta razón me cueste creer que estas líneas no sean del gran vate criollo:

Me refugiaba en pagodas y quedaba aprisionado durante siglos en la cúspide o en salas secretas; fui el ídolo, fui el sacerdote; fui adorado, fui sacrificado. Huía de la cólera de Brahma a través de todas las selvas del Asia: Vishnú me odiaba. Siva me tendía una emboscada. De pronto me encontré con Osis y Osiris: algo había hecho, me dijeron, que hacía temblar al Ibis y al cocodrilo: fui sepultado durante mil años en féretros de piedra, junto a momias y esfinges, en las cámaras estrechas que encierran en su corazón las eternas pirámides. Me besaron los cocodrilos con besos cancerosos; yací confundido con todas las indecibles cosas viscosas entre los juncos y el lodo del Nilo.

(Trad. Luis Loayza )

Se trata, en realidad, de un fragmento de Las confesiones de un comedor de opio inglés. Almas gemelas, las del inglés y el venezolano.

El placer del libro

De regreso de la sucursal de la Biblioteca de Milán, con mi saco lleno de libros, un placer no obvio para los desterrados que han dejado atrás sus bibliotecas (mis miles de volúmenes y revistas). Estos son libros físicos, de carne y hueso, no las frías transcripciones mono-dimensionales de las pantallas electrónicas. Es una de los grandes placeres de la humanidad. El que acaricia un libro es porque lo ama, y lo que acaricia es la piel del ser amado. Nunca he sido coleccionista de libros. No desfallezco por las primeras ediciones. Según recuerdo apenas poseo la primera edición de uno de los libros del venezolano José Antonio Ramos Sucre. Siempre los he entendido en función instrumental. Un instrumento para acceder a la belleza y el conocimiento. Estos son los títulos que tenían para mi esta mañana las amables funcionarias de la biblioteca: Los últimos días de Immanuel Kant, de Thomas de Quincey en la cuidada versión italiana de Adelphi; el clásico de Ernst Cassirer, Kant vida y doctrina (La Nuova Italia); Kant: Bermerkungen. Note per un diario filosofico; Kant: El mal radical (Garzanti); y, como un pequeño homenaje, la traducción al italiano de la faraónica biografía que Paul Auster dedicó a Stephen Crane.

Immanuel Kant. 1750. Autor desconocido

Milán, miércoles 8 de mayo de 2024

Los 300 de Kant (4)

Bemerkungen

El Bemerkugen de Kant es lo que hoy conocemos como un diario filosófico, como el de Hanna Arendt, por ejemplo. En el caso del maestro de Koenisberg, la expresión es la más justa, si consideramos que nadie más alejado que él de cualquier intención intimista. En realidad, son un conjunto de unas ciento veinte páginas de anotaciones, escritas al margen y en las páginas en blanco de sus Observaciones sobre lo bello y lo sublime. Lo que más me llama la atención es la cantidad de juicios que le dedica a la mujer, precisamente él, que nunca casó ni se le conocen (porque no las tuvo) pasiones amorosas. Más interesantes las que dedica a algunos escritores (Cervantes, Fielding, Richardson), o las que consagra a los grandes temas, como la Libertad:

El ser humano, cualesquiera que sean las condiciones en las que se encuentra, depende de muchas cosas externas. Está ligado a algunas por necesidad, a otras por el placer, y siendo el administrador de la naturaleza, pero no su amo, está condenado a adaptarse a sus imposiciones al darse cuenta de que no siempre se adaptan a sus deseos. Sin embargo, mucho más dura que este yugo de la necesidad es la sumisión de un hombre a la voluntad de otro. Para el que se ha habituado a la libertad, que ha disfrutado de este bien, ninguna desgracia sería más temible que de verse a la merced de otra criatura de la misma especie que pueda obligarlo a hacer lo que quiere renunciando a su propia voluntad. Hace falta un largo proceso de adaptación para volver más tolerable el pensamiento horrendo de la servidumbre, porque cada uno debe sentir dentro de sí, a pesar de los muchos inconvenientes, contra los que no está siempre dispuesto a combatir arriesgando su vida, si tuviera que escoger entre la esclavitud y la muerte, sin duda preferiría esta última.

Con declaraciones como esta, formuladas en medio del más cerrado absolutismo, no es difícil entender quienes toman a Kant como la fuente original de la Revolución francesa, cuyo lema comenzaba precisamente con la palabra liberté. Kant escribía cosas como esta en 1764. Veinticinco años después caía la Bastilla.

Jean Anouilh. 1940. Fotografía de Studio Harcourt

Milán, jueves 9 de mayo de 2024 

Les chemin de l’amour

Mi amiga Tania Sarabia me hace escuchar a la imponente Jessy Norman en su difundida versión de “Les chemin de l’amour”. Tal vez la más popular de las canciones de Francis Poulenc en lo que siempre me ha parecido un homenaje a su amigo y maestro Erik Satie. Se la dedicó a Yvonne Printemps, la actriz y cantante que protagonizó de Leocadia, la pieza de Jean Anouilh estrenada en 1940 el Théatre de la Michodière. En realidad, se trata de la incorporación de una letra de Anouilh a un fragmento de la música que Poulenc escribió para esa obra de teatro. He sido un largo admirador de Anouilh desde mis tiempos en el Teatro Universitario de la Universidad de Carabobo. Había quedado impresionado por la lectura de su Beckett o el honor de Dios, que fue llevado al cine con O’Toole y Burton. En esos años no era difícil ponerse en la obra de los grandes dramaturgos del siglo XX gracias a la estupenda colección de la argentina Editorial Losada. La fortuna de la obra dramática de Anouilh, entre las más importantes del siglo XX, sufrió un par de reveses de los cuales aún no se ha recuperado, pero lo hará. El primero, fue su renuencia a incorporarse a las actividades de la famosa resistencia francesa, una resistencia que aceptaba todo tipo de concesiones, pero que no perdonó la indiferencia del dramaturgo ante los falacias de la izquierda comunista. El segundo, tan efímero como el primero, fue una segunda negativa. Esta vez no política, sino literaria. Frente al dogmático criterio del nuevo teatro (Adamov, Ionesco, Pinter, Beckett, Weiss, Strehler, Gombrowicz), Anouilh insistió en su estilo, que si un defecto tenía era su virtuoso clasicismo. Algo que es notable en Leocadia, la cual, aunque no dividida en tres partes, como recomendaba Aristóteles, sino en cinco cuadros (tableaux), las unidades de lugar y acción son rigurosamente observadas y, aunque la acción ocurre a lo largo de tres días, Anouilh hace que todo aparezca como en una jornada. La historia es una fábula romántica, inocente en apariencia, pero con inquietantes resonancias arquetipales y míticas. Una duquesa, cuyos antecedentes se remontan a Francisco I, preocupada ante la cerrada melancolía de su querido sobrino, el príncipe Rodolfo, ingenia un plan para volverlo a la realidad. La accidentada muerte de la amada del muchacho después de tres días de apasionado romance, no ha sido superada, y el príncipe es un muerto que camina. La idea de la duquesa no puede ser más estrafalaria. Se propuso revivir esos tres días para su sobrino. Para lo que hizo reconstruir en sus propiedades todos los sitios (hoteles, bares, paseos, hoteles, plaza) frecuentados por lo amantes. Para el rol de la amada muerta, contrató a una jovencita parisina lo más parecida a la desaparecida amante del príncipe. Lo que sigue es una deliciosa comedia, escrita por una de las mejores y más inteligentes plumas del francés moderno. Las implicaciones de la historia son las más inquietantes, entre ellas las referidas al erotismo y la sexualidad. El amor literario, platónico versus el más real, donde el sexo puede, y debería ser, vía de conocimiento, de epistemología. “Les chemins de l’amour”, en la versión de Jessy Norman, alcanza un tono épico del cual carece el original de Jenny Printemps, menos heroico y más Eric Satie.

Busto de Immanuel Kant. 1798. Emanuel Bardou

Milán, viernes 10 de mayo de 2024 

Los 300 de Kant (y 5)

Toda enfermedad es triste. Es una negación de eros, el motor de la vida. Un cuestionamiento de nuestras aspiraciones a la inmortalidad. Un recuerdo incómodo de nuestra fragilidad. Sólo nos damos cuenta de las hojas cuando caen. Y sólo nos damos cuenta de nuestro cuerpo, esta carreta que nos lleva hasta dónde puede, cuando se presentan los signos y síntomas de la enfermedad. Kant no tenía porqué sentirse orgulloso de su cuerpo. No tenía la anatomía imponente de Hegel ni las proféticas barbas de Marx. Tampoco era bien parecido, como uno supone que era Aristóteles. Flaco, pequeño y acaso ligeramente encorvado. De modo que no fue el deterioro de este físico lo que hizo de su enfermedad algo no solamente triste, sino trágico. Con el recuento de sus últimos días, Thomas de Quincey, nos transmite la esencia de la catástrofe en su Los últimos días de Immanuel Kant. Que es consignar cómo se arruinaban las capacidades intelectuales de la mente más brillante de la Europa de su tiempo, y uno de los siete filósofos más grandes de la humanidad. Una clasificación que se puede medir por la originalidad e influencia de sus ideas, y en la cual sólo pueden sentirse seguros Platón, Aristóteles, Kant y Hegel. Como en el caso de los dos griegos, Kant fue una leyenda en vida. Para verlo pasar de su casa a su trabajo viajeros de todas partes del mundo se acercaban hasta la lejana Königsberg. No creo que nadie haya precisado la intención de De Quincey en sus Los últimos días Immanuel Kant, como Marcel Schwob, su traductor al francés:

He aquí el sentido del relato. De Quincey considera que la inteligencia humana nunca se elevó hasta el punto que alcanzó en Immanuel Kant. Y, sin embargo, ni aun en tales cotas la inteligencia se revela divina. No sólo es mortal sino que, cosa horrible, puede declinar, envejecer y deslucirse. Y puede que De Quincey sintiese aún más afecto por este fulgor supremo al verlo vacilar. No en vano, sigue sus palpitaciones. Anota la hora en que Kant deja de poder crear ideas generales y ordena falsamente los hechos de la naturaleza. Consigna el minuto en que su memoria comienza a desvanecerse. Inscribe el segundo en que su capacidad de reconocer a los demás se extingue sin remedio. Y paralelamente ilustra las escenas sucesivas de su decadencia física, hasta la agonía, hasta los sobresaltos de sus estertores, hasta la última chispa de conciencia, hasta la exhalación final.

Me siento satisfecho, quiero decir contento, de haber dedicado unas páginas de este cuaderno a Immanuel Kant, un pensador que admiro y respeto. Su racionalidad la he tenido a mi lado en momentos difíciles, no como un amigo, pero sí como un buen consejero. Su tragedia final me conmueve porque la he conocido en seres queridos. A los 300 años de nacimiento, en momentos de bajamar para su pensamiento, su ejemplo es una necesidad colectiva. Su concepto de la libertad, cada vez más cuestionado por los mismos científicos que deberían defenderla, sigue siendo urgente y luminosa. Buena idea la de mi amigo Luis José García recordarme vieja fidelidades con el ciudadano más querido de Königsberg. No quisiera dejar este cuaderno sin transcribir una de las grandes metáforas de la filosofía occidental, tanto como la caverna de Platón, el pensador al cual va referida la famosa imagen de la paloma:

La ligera paloma, en su libre vuelo, al cortar el aire la resistencia del cual siente, podría imaginarse poder volar todavía mejor en el vacío. Así, Platón abandonando el mundo sensible, que encierra a la inteligencia en límites tan estrechos, se lanzó en alas de las de las ideas por el espacio vacío del entendimiento puro, sin advertir que con sus esfuerzo no adelantaba nada, faltándole punto de apoyo donde sostenerse y asegurarse para aplicar sus fuerzas a la esfera propia de la inteligencia.


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