Luis Alberto Sánchez: "La Universidad Nacional Mayor de San Marcos"

Señores:

Debo confesar, y no es recurso literario, que he vacilado mucho para aceptar el generoso reclamo de estos tan buenos amigos, deseosos de reiterarme su invalorable simpatía. He pensado que no hay nada de extraordinario en que un hombre cumpla años de vida, de profesión, de vocación, de felicidad o desdicha. Si algo hay que celebrar ahora es la resistencia del alma y del cuerpo para perseverar en una misma tarea. Sin embargo, me asaltó una duda: ¿debería perder la oportunidad de hablar de temas entrañables, sin que pueda haber ninguna sospecha de vinculación con cualquier apetencia o designio personal? De hecho, по estamos celebrando ningún triunfo de candidato ni tampoco estamos preparando ninguna candidatura, estamos aquí como un calendario plural y viviente que registra una circunstancia; y el causante del encuentro, celebrado en vida, aprovecha de la vida y la celebración para dejar constancia de que festeja lo que ha vivido y, por tanto, haber vivido

Para ser exacto, quisiera convertir en tribuna este banquete a fin de hablar de la entidad a que todo él se refiere: la Universidad. Desde luego, ello implica conversar de la vida y conversar de la vida lleva consigo la idea de hablar, entre otras cosas de los vivientes del Perú.

Quiero decir que los cuarenta años de maestro cumplidos, no son de simple docencia, sino también de decencia, lo cual me enorgullece.

Cuando yo ingresé a la Universidad, en 1917, hace exactamente medio siglo, San Marcos era como tiene que seguir siendo, la Universidad Mayor del Perú. Había tres universidades Menores y se había fundado una privada. Los datos cronológicos interesan poco. Interesa más recordar que la Universidad de ese tiempo perseguía ante todo fines, esto es, melas, estaba empeñada en descubrir y fijar tales metas. Hoy, al parecer, se trata de que las universidades se limiten a buscar y perfeccionar medies ya no fines; que resulten instrumentales, no trascendentes; que sean existenciales, no esenciales. Si ahondamos este aspecto de la cuestión y lo proyectamos sobre la vida individual y colectiva y sobre la política general de la nación, plantearíamos uno de los más escabrosos problemas que enfrentamos en nuestros días: la confusión entre fines y medios y la culpable sustancia de aquéllos por éstos.

La Universidad del Medioevo y, en parte la del Renacimiento buscó y estudió a Dios como el único destino del hombre: por eso la escolástica fue su disciplina fundamental, lo mismo en Abelardo que en Santo Tomás, lo mismo en Dante que parcialmente en Erasmo. La Universidad iluminista, la de fines del siglo XVIII y primera parte del XIX, buscó el puesto del hombre en la sociedad, emancipándolo de Dios y del Cosmos. Es la Universidad de Diderot y de Voltaire, de Leibniz y de Newton, de Grocio y de Helvecio, o sea en gran parte, nuestra Universidad del siglo XIX. La Universidad de hoy olvida a Dios, pretende desestimar el destino del hombre y valiéndose de seductoras anteojeras mentales, no quiere ver sino los modos de realizar algo, que a fin de cuentas se llega a saber dónde está pero que no logra saber qué es lo que es. Por eso he insistido e insistiré en rechazar a la Universidad exclusivamente Técnica, supuesta y falsa imagen de la Universidad de hoy y de mañana. Considero a tal tipo de Universidad tan sólo como una parte complementaria de la grande y perenne idea de Universidad; tal como la planificación y la técnica no constituyen para la vida colectiva, sino modos o medios para alcanzar una meta superior, la cual consiste en la felicidad y el bienestar de la mayoría, con libertad y dentro de la justicia.

La Universidad actual no puede moverse en un ámbito más reducido —y sólo práctico— que la de antaño; por el contrario el suyo por las experiencias acumuladas es mucho más amplio; la Universidad de hoy debe cumplir el itinerario de ayer, ajustándose a las estaciones de hoy. 

Luis Alberto Sánchez.

La función de la Universidad que al comienzo fue singular, se hizo después plural; ahora es múltiple. Si al comienzo la preocuparon problemas trascendentales, después persiguió a los profesionales, luego subrayó la investigación, y ahora se dedica también a la técnica. En realidad las universidades de hoy, no se limitan a lo último, sino que abarcan las cuatro etapas mencionadas, y, por tanto, deben preparar, primero hombres, después ciudadanos, luego profesionales, en seguida investigadores, y por último, para poner en práctica en otro nivel todo aquello, elaborará técnicos.

Me han objetado que mi concepto de la Universidad es clásico y por tanto, se supone, antiguo. Abrigo la sospecha de que no todos los que mencionan la palabra "clásico" saben por qué la emplean. Hasta llego a pensar según la frase irónica de un gran amigo, el insigne poeta Vicente Huidobro, que muchos creen que clásico es sólo aquello que se aprende en clase.

En realidad, no se trata de elegir entre un tipo de Universidad u otro, entre una perspectiva u otra, sino de acercarnos por todos los medios y con los mejores fines, a la solución de los problemas del individuo y de la sociedad, en nuestro caso, a los problemas del Perú.

Recordemos algunos hechos:

Somos un país de 12 millones de habitantes con una población universitaria de 60,000. Esta población de 12 millones de habitantes, requeriría 12,000 médicos y 48,000 técnicos auxiliares en Medicina, (enfermeros, anestesistas, administradores de hospitales, etc.) Sin embargo, tenemos menos de 7,000 médicos y no más de 7,000 técnicos auxiliares. Nuestro déficit en materia de salud, de medicina, es pues, grave. No obstante, restringimos el número de estudiantes de Medicina Preventiva y Curativa, y sólo ahora, acabamos de establecer las carreras auxiliares correspondientes. ¿Puede sostenerse seriamente que la Universidad cumple con su papel respecto a la salud del pueblo peruano?

Una estadística circunstancial que me ha sido ofrecida, indica que en el Perú habría 450 arquitectos diplomados; de ellos 200 trabajan para la Administración Pública, y alrededor de 150 ejercen funciones de docencia. No nos queda sino 100 arquitectos libres para la auténtica labor de tales. ¿Puede decirse que la Universidad cumple con su misión respecto a la arquitectura?

Se afirma que nuestra tasa de analfabetismo y nuestro atraso en la educación general exige cada día maestros diplomados, y aunque el número de escolares aumenta en una proporción que va anualmente del 6 al 12% de su cifra actual, o sea que duplica y cuadruplica el crecimiento demográfico, el hecho es que contamos con no menos de 112 escuelas e institutos normales y alrededor de 20 facultades de Educación, todo lo cual representa un egreso anual de varios miles de nuevos maestros secundarios, dentro de cuatro años, estaremos saturados de esta profesión. En tal caso ese superavit será tan catastrófico como el déficit de otras profesiones. ¿Puede decirse que la Universidad cumple con su misión con respecto a la docencia?

Limitándonos a estos tres casos, tendríamos que contemplar otro factor: Los médicos que producimos, ¿son los que realmente necesitamos según su diversificación profesional y su distribución geográfica? Los arquitectos ¿corresponden a las necesidades específicas de nuestros medios urbanos y agrario y a los requerimientos de nuestras peculiaridades históricas y sociales? ¿Los maestros se dedican más a la metodología o a las mismas disciplinas que deben transmitir por medio de aquellos métodos?

No voy a continuar con el tema, pero sí quiero decir que si estos 40 años de cátedra y maestría significan para mí una gran experiencia desde el punto de vista de la sistemática, son al mismo tiempo causa de grave preocupación desde el ángulo de la problemática.

A propósito de ello me creo obligado a formular un alcance sobre dos de las características de la evolución de nuestro sistema universitario durante estos 40 años: el uno se refiere a la Reforma Universitaria; el otro, al Desarrollo Social y Económico.

Sobre el primero se ha escrito mucho, casi siempre con una perspectiva o prejuicio políticos. En verdad hay anti-reformistas, porque suponen que así niegan a Haya de la Torre y al Aprismo; y hay reformistas porque piensan que así expresan su adhesión a Haya de la Torre y al Aprismo; en verdad, Haya fue con respecto a la Reforma, un conductor decisivo, pero ocasional, cuya acción dirigente hay que reconocer como un hecho al margen de adulaciones y rencores. Es un suceso como lo son estos 40 años de mi magisterio: ni buenos ni malos, se han cumplido, y nada más.

La Reforma Universitaria señaló y sigue señalando la necesidad de que la Universidad rompiese sus ataduras individualistas y tratase de expresar en su nivel y a su manera, la creciente inquietud de las masas. Ese fue su impulso y esa es su explicación. No han periclitado. Por eso, dialécticamente continúa desarrollándose.

La Filosofía del Desarrollo ha pretendido, después, que la Universidad debe lanzar productos humanos destinados solamente a resolver los problemas de cómo pueden subsistir los más con menos urgencias y mejor rendimiento.

La Reforma nació de un impulso de solidaridad humanista y social; la Filosofía del Desarrollo surge de un propósito de aprovechamiento y aplicación. Aquél fue generoso; éste utilitario; es en este punto donde surge nuestra perplejidad: ¿por qué los hombres, por qué la Universidad, deben ser solamente humanistas, o solamente clasistas, o solamente pragmáticas? ¿Es que cada uno de nosotros no somos al mismo tiempo egoístas y generosos, idealistas y prácticos, estrategas y tácticos, ángeles, hombres y demonios? Los hombres somos todo eso simultáneamente, alternando a ratos cada una de nuestras individualidades. ¿Por qué la Universidad va a eliminar la mayoría de nuestras experiencias personales para poner énfasis en una sola de ellas, llámese ésta clásica, técnica, profesional o trascendente; califíquesele de humanista o social, tradicional o progresista?

Don Miguel de Unamuno explicaba, en el prólogo a sus Tres Novelas Ejemplares, que cada vez que dos hombres se ponen a dialogar en realidad hay seis personas conversando. El lo decía: de un lado está 1) el que habla tal como cree que es, 2) el que habla tal como es, y 3) el que habla tal como el otro cree que es; y del otro lado, 4) el que escucha tal como el cree que es, 5) el que escucha tal como es, y 6) el que escucha tal como el otro cree que es. El novelista chileno Eduardo Barrios ha escrito un libro titulado Los Hombres del Hombre, sobre el mismo problema de la pluralidad individual. Toda la obra de Luigi Pirandello, gira en torno de lo mismo: Seis personajes en busca de autor. Si esto es así, y es así, ¿cómo puede la Universidad pretender que haya un solo tipo de hombre, un solo tipo de cultura, un solo tipo de saberes, un solo tipo de urgencias y un solo tipo de futuro? ¿Puede alguien asegurar que con la desintegración del átomo y los avances en la ciencia interespacial no surja mañana una especie de idealismo más semejante al de la Edad Media que al experimentalismo del siglo XIX? Dejemos la respuesta a los astros, como dijo el poeta. Apliquémonos nosotros a su ámbito actual, lo cual nos lleva de la mano a la política. Mas antes de referirme muy someramente a ello, querría poner en claro una preocupación muy acendrada y conexa: si formamos parte del mundo subdesarrollado, si somos un país subdesarrollado ¿contribuirá a solucionar tal problema el promover universidades también subdesarrolladas? Porque subdesarrollada sería toda Universidad que, con olvido total de los verdaderos fines de la vida, se redujera a los simples medios de obtener parte de esos fines.

La vigencia del subdesarrollo ha creado un modo de considerarlo y resolverlo no siempre de acuerdo con la realidad y ella es una de las fallas de la novísima Econometría. Además sabemos que el subdesarrollo nunca es total; se lo podría calificar de segmental y hasta de ondulatorio. Por ejemplo, Rusia era un país económica y socialmente muy atrasado en la segunda mitad del siglo XIX y, sin embargo, produjo el más notable grupo de músicos de su época, Los Cinco, por lo que un panfletario francés llegó a sentenciar abruptamente que la música es "el arte de los pueblos serviles". Hay países de un alto nivel jurídico y de un grave retraso económico; los hay que han alcanzado en líneas generales un importante desenvolvimiento político institucional, pero que socialmente se encuentran postergados. El problema del subdesarrollo presenta en líneas generales, un aspecto para el político, otro para el econometrista y otro para el universitario; pero todos tienen que incidir en una conducta concordante a objeto de poder vencer a ese enemigo.

Ahora bien, de las universidades clásicas o técnicas emergen los líderes de cada Nación, igual en Inglaterra que en Ghana, en Estados Unidos que en Costa Rica. El Estado, mejor dicho, la dirigencia del Estado depende del producto humano que emiten las universidades. Por consiguiente, si bien es necesario mantener a las universidades libres de la presión de los partidos políticos no se la puede marginar de la Política, entendida como la ciencia y el arte de conducir a una colectividad hacia su prosperidad y su progreso, sin mengua de la dignidad humana. Esto último lleva implícitos los indispensables conceptos de libertad y justicia.

Mi experiencia personal en San Marcos ha sido al respecto, al menos para mí, indeleble. Cuando empecé la docencia universitaria, ya la Universidad había dejado de ser un reducto feudal y oligárquico. La clase media había entrado a dirigir sus destinos. Aunque fue partidario de que la Universidad sólo debe formar a las élites, el profesor Deustua era un hombre de clase media. Maestros como Carlos Wiesse, José M. Manzanilla, Horacio Urteaga, Godofredo García, y desde luego, Villarreal, Monje y Encinas, salieron de los estratos de la clase media, aunque al actuar, como es natural, vacilaran entre el legado de la vieja oligarquía universitaria y los imperativos de la Reforma. Villarán se había anticipado a algunos de estos planteamientos, y aunque puso el énfasis en las profesiones liberales, no debemos olvidar que las profesiones liberales equivalían entonces a lo que hoy llamamos técnica y ciencia aplicada. Por lo demás, y cela va sans dire, prácticamente, ya casi no existen las profesiones liberales. Se llamaron asi, porque el hombre que ejercia cualquiera de ellas, era libre de trabajar cómo, cuándo y dónde quisiera. El médico y el abogado encarnaban el prototipo de los profesionistas liberales. Un médico atendía a sus pacientes en su consultorio, en forma voluntaria, y vivía de eso. Un abogado atendía sus clientes, en su bufete, en forma personal y libre, y vivía de eso. Hoy la medicina está absorbida casi totalmente por los servicios de salud del Estado, de las beneficencias, de las municipalidades, de la docencia universitaria, de las grandes clínicas, con lo cual el carácter liberal de la profesión ha sido eliminado. Los abogados, en su gran mayoría ejercen funciones públicas, o trabajan para empresas privadas; son pocos, y viven muy mal los que dependen del cliente particular. Con los maestros ocurre lo mismo: el Estado absorbe a los demás. Por consiguiente, el criterio sobre las profesiones universitarias y su vinculación con el Estado, es decir, con la política general de la Nación, no puede ser puesto de lado. Repito, debemos distinguir claramente entre una política en beneficio de toda la nación y la apasionada querella de los partidos para obtener el dominio del poder político. De toda suerte la Universidad y la política del Estado no puede desligarse totalmente; ni habría modo de hacerlo, porque, dado el avance de la ciencia y de la técnica y el costo inmenso exigido por el ritmo de tales avances, la Universidad supone una inversión de capitales que ninguna de ellas puede afrontar sin la cooperación y ayuda del Estado o de poderosos entes privados, los cuales no siempre prestan semejante asistencia sin alguna condición. La autonomía universitaria recibe entonces el choque de semejante contraste.

En 1917, la autonomía universitaria no se discutía ni era necesaria discutirla: ella se refería tan sólo a la relación entre la Universidad y el Poder Ejecutivo. Se trataba de que el Gobierno no pudiese intervenir en la marcha académica ni administrativa de la Universidad a fin de librar a ésta de perturbadoras presiones oficiales. Se pretendía que la Universidad siguiera totalmente entregada a su tarea de docencia académica y adiestramiento profesional, de los profesionales liberales, no hay que olvidarlo.

En la medida en que la Universidad crece, ha aumentado el número de profesionales y de estudiantes, pertenecientes a las clases menos favorecidas económicamente. Así se ha ido abriendo más y más el foso entre las necesidades de la Universidad y sus fuentes de recursos. La relación con el Fisco se ha estrechado. Al mismo tiempo, nuevas corrientes ideológicas han tratado y tratan de que la Universidad se convierta en palestra de sus debates con el fin de dominarla y utilizarla unilateralmente. Resulta así que alguna de las medidas de la Reforma como la cátedra paralela y la representación estudiantil adoptadas para robustecer la autonomía, se han convertido en armas para convertir la autonomía en algo unilateral, es decir que se defiende a la Universidad del Gobierno, pero no de los partidos. Expresado en otros términos: hay quienes piensan que la autonomía universitaria es la forma de que la Universidad resuelva sus problemas independientemente del Estado al cual pertenecen y que económicamente le proporciona medios financieros; pero esos mismos no aceptan que la Universidad viva con independencia de los partidos. Esta contradicción, y el vertiginoso crecimiento de las necesidades creadas por el progreso de la ciencia y la técnica, han traído como indeseable resultado, que nuevamente se discuta la legitimidad de tal autonomía, y que, como en reciente caso sudamericano, haya quienes piensen que atacando los efectos ocasionales de una conquista secular como es la autonomía se conjuren sus causas.

Quiero declarar aquí, y lo quiero declarar con la solemnidad que otorga vuestra presencia, mi absoluta fe en la autonomía universitaria; pero al mismo tiempo, quiero decir que no entiendo esa autonomía como algo fuera de la ley, como algo parcial ni instrumental sino como una conquista esencial, como una atmósfera insustituible para que la Universidad cumpla con sus fines, aplique eficazmente los medios de que dispone y atienda a las imperiosas exigencias de la colectividad en que se desarrolle, nómbrese esta, Nación, Estado, Continente o Mundo. Sé que, por circunstancias ajenas a mi persona, estas palabras alcanzan en el momento alguna trascendencia. Por lo mismo que me acerco al final de mi carrera universitaria, disfruto del incomparable don de hablar sin compromisos con el pasado ni con el presente y hablar con los ojos puestos en lo que considero conjuntamente el porvenir de la Universidad y del Perú.

La Nación peruana, al parecer, no se ha dado cuenta de lo que representa la Universidad; y la Universidad no ha tomado el pulso de veras, a las necesidades nacionales. Vivimos en mundos casi incomunicados, como si la Universidad fuese una isla, o como si el Perú viviese en otro planeta. Mientras esta situación subsista, no habrá Universidad auténtica en su pleno sentido realizador, ligada a la intra-historia como ocurre en los países más desarrollados; ni dejaremos de vivir politiqueando en vez de hacer política. Los políticos no son otra cosa, no deben ser otra cosa, que los intérpretes y realizadores de los anhelos populares, para lo cual necesitan ciencia y conciencia. La conciencia se adquiere en la familia, en la escuela, en el ejemplo diario y también en la Universidad; la ciencia sólo en esta última.

Considero por eso como una época feliz para la Universidad del Perú, aquella en que comencé mi carrera docente, en un país con cinco universidades auténticas. El haber multiplicado en los últimos cinco años el número de universidades, revela una catástrofe mental y política, y es en este punto en el cual trasluce a toda desnudez la diferencia que hay entre el político y el politiquero; entre la Universidad grande y real, y las universidades diminutas y ficticias. Ni Alemania, ni España, ni Argentina, ni Chile, por nombrar unos cuantos países, cuentan con tan numerosas universidades como nosotros; cifran su orgullo en la calidad de ellas.

Al cumplir 40 años de catedrático principal, veo con alarma que el crecimiento de universidades corre parejas con el de municipios provinciales pudiendo llegarse al extremo de homologar el número de provincias, con el número de universidades, lo cual sería abominable.

Volviendo a mis antecedentes y recuerdos: en 1931 probamos, teniendo como Rector a un maestro emergido de la clase media y vinculado a los trabajadores, a José Antonio Encinas, un ensayo de Universidad realmente autónoma; más que eso, libre e íntimamente relacionada con los problemas del Perú. Uno de sus instrumentos fue el Colegio Universitario, que en 1945 revivimos Encinas y el que habla y que fue ejecutado sin culpa y sin proceso en abril de 1949. Dicho Colegio tenía por objeto establecer un vínculo operante entre nuestra discutida escuela secundaria y la Universidad. Pienso que hoy se requiere entre otras medidas de reajuste, la repetición amplificada de ese laudable plan.

Señores:

Pido encarecidamente excusas por la extensión y dispersión de lo dicho. He querido referirme a temas entrañables, dejando al margen frases sonoras, floridas, tal vez las más apropiadas; pero no podía menospreciar una tan magnífica oportunidad para expresar sin compromisos, alejado de toda elección pasada o futura, una parte de lo que he visto, sentido y pensado con respecto a la Universidad.

Ella reclama la colaboración de todos los peruanos; al mismo tiempo está obligada a servir a todos sin excepción de partido político, ni clase social. No sé hasta qué punto me será dado ver cumplida y cumplir esta apetencia que podría denominar mi programa de vida en la medida en que la vida acepta los programas. Lo cierto es que ahora, al cabo de 40 años de ejercer la cátedra, en medio de triunfos y derrotas, de gozos y amarguras, de trabajos y recreos, de opacamientos y destellos, si alguien me diera a escoger nuevamente mi destino, yo lo definiría sin vacilar en dos palabras: maestro y escritor; y si me preguntaran dónde, repetiría también, sin titubeos; en San Marcos y el Perú.

L.A.S.

Lima, 5 de mayo de 1967.

*Discurso pronunciado por Luis Alberto Sánchez, luego del homenaje recibido por sus cuarenta años de docencia universitaria el 5 de mayo de 1967.

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