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Marino Wilson Jay, el memorioso eterno, llamaba a mostrarse a esa humanidad atrapada en el celuloide

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

Cuando una película me toca, el filme sigue rodando en mi mente después que las luces se apagan, que los fotogramas cesan. Tuve que hacer un libro para reconstruir a mi manera algunos títulos y gracias a él recorrí la Isla de un extremo a otro, desde las lomas de Oriente hasta la niebla de Pinar. Poemas del lente me llevó incluso hasta el Pacífico mexicano, hasta Jalisco, hasta la patria de María Félix y de Pedro Infante.

Marino Wilson Jay, el memorioso eterno, llamaba a mostrarse a esa humanidad atrapada en el celuloide. «¿Hasta cuándo estarás dentro/ del salón en penumbras?», escribió. La profesora Daisy Cué, hizo la exégesis de aquellos que han visto tocada su poesía por el séptimo arte en su ensayo Nacidos en la sala oscura: «Un poema no intenta (ni puede) ser adaptación de lo visto en la cámara oscura, sino huella, impresión dejada en el escritor por una cinta, una escena, un personaje o el actor o la actriz que logró conmoverlo hasta el mismísimo tuétano».

A Fina García Marruz, rendida ante el cine pionero, en absoluta reverencia a Charles Chaplin, le bastaron los cuatro versos de Cine mudo para definirlo: «No es que le falte/ el sonido/ es que tiene/ el silencio».

Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959) es un poema cinematográfico. Las piedras, las sombras, los rostros, el horror de la bomba atómica inunda la pantalla, mientras el arquitecto japonés y la actriz francesa intercambian confesiones en el lecho. Marguerite Duras, a cargo del guion, desarrolla el concepto de lo que llamó «memoria inconsolable»: ese contar las cosas como si quemaran, como si ocurrieran ahora mismo, como si te pasaran a ti.

En la cinta Sueños, de Akira Kurosawa, el genio del director nipón coloca a un niño ante una huerta donde han sido talados los melocotoneros. Sus lágrimas conmueven a los espíritus de esas plantas que deciden restaurarlas a través de una perfecta danza teatral. La plasticidad de la escena es irreal y fabulosa, como la mismísima flor rosa, el rojo pálido, el blanco del durazno.

Nunca pude conocer personalmente a Raquel Revuelta, o más bien a Raquel-Lucía, la dama decimonónica a punto de la soltería que cambia su vida cuando un caballero la asalta en un portal bajo la lluvia. Es una de esas cosas que pedí ardorosamente, que imploré  en silencio; pero que la vida no alcanzó a escuchar. Humberto Solás me confesó, en una tarde interminable y también lluviosa, que Raquel lo sometía a la perplejidad y la agonía al mismo tiempo.

«Dale una gardenia por Dios/ una gardenia/ Dale una gardenia a esta mujer/ que ha perdido su nombre en un susurro/ una gardenia antes de la locura/ dale una gardenia/ y reza».

Prayers for Bobby/ Plegarias por Bobby (Russell Mulcahy, 2009) es un drama norteamericano que cuenta la historia de una familia religiosa, que se resquebraja cuando uno de sus hijos confiesa su homosexualidad. Bobby se aparta, es apartado, más por la ignorancia que por el desamor. La vida se le agolpa, la vida pasa como un flash. Coloca un pie sobre la baranda, otro; abre los brazos y se deja caer desde un puente, como un vuelo de paloma moribunda, como un sacrificio.

El mazazo es devastador. Lo es también para los espectadores. La madre empezará a preguntarse, a comprender y acabará convertida en una activista por la diversidad. La cinta es también inconsolable y acaba en una marcha multicolor. Mary Griffith (Sigourney Weaver en todo su esplendor) ve a su hijo mirándola. Es él y es otro. Es el cine mostrándonos la vida, hecha de horrores y de despertares, del aroma del durazno y del clamor de una gardenia.

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