[Crónica] Lucha libre: La poesía vulgar del espectáculo - Cine y Literatura

[Crónica] Lucha libre: La poesía vulgar del espectáculo

Todo lo que veíamos en pantalla, en fin, nos deslumbraba, y no nos interesaba saber lo que pasaba fuera de ella, porque muchas veces el evento grandilocuente devenía en pedestre realidad, y nada —detrás de la cámara—, era lo que parecía.

Por José Miguel Martínez

Publicado el 14.5.2024

A mis amigos del colegio

 

1. Técnica

Tiene un ritmo propio, un movimiento que requiere del esfuerzo de ambos cuerpos. Tu cabeza se engancha en el brazo del otro, tu brazo pasa por encima de su nuca, una mano se agarra a tu cintura y luego te levanta, esbozando en el aire una curva, como si dibujaras con tus piernas algo circular y total hasta quedar completamente derecho, apuntando hacia el cielo con la punta de tus pies mientras que, estáticos, en una ligera pausa, siempre la misma pausa que se prolonga durante uno o dos latidos del corazón, unos brazos te sostienen en lo alto como una escultura vertical.

Entonces, de pronto, se viene la caída.

Tus piernas, arriba y hacia afuera, son empujadas al otro extremo del semicírculo, pasando por sobre la cabeza del que te sostiene, como una máquina de instintivo descenso, como separado de ti mismo por esa distancia que recorres en el aire hasta que, abruptamente, toda tu verticalidad se torna horizontal apenas tu cuerpo se desploma de una vez contra el ring imaginario, y una mueca de dolor completa la exhibición que no termina sino hasta que ese gesto, esa actuación, se esboza en tu cara.

Así era caer un suplex.

 

2. Colegio

Estábamos en enseñanza media y habíamos aprendido recientemente a hacer esa técnica de la lucha libre. Hambrientos por practicarla, armábamos rings espontáneos, acolchados con mochilas, para jugar a la lucha afuera del laboratorio de química, un juego peligroso, por cierto, al menos desde la óptica de los adultos, por el potencial daño físico que podría ocasionarnos, pero que, para adolescentes inconscientes de su cuerpo o con absurdas ansías de masoquismo —la influencia de la lucha, por aquel entonces, se fundía con la influencia de Jackass—, no podía ser más divertido.

Cuando estábamos en la sala, mientras nos pasaban una materia que, independiente del ramo, escuchábamos a medias o hacíamos como que la escuchábamos, nuestros pensamientos estaban puestos en la lucha libre: imaginábamos, fantaseando en nuestra mente, que le hacíamos un stunner al profesor, y luego nos veíamos volar por los aires, arrojados desde una mesa, acertando un codazo volador sobre el profe caído, para luego cubrir su cuerpo y hacer la cuenta de tres, saliendo victoriosos del combate imaginario.

Pero la realidad era otra: como en clases no podíamos jugar a la lucha, nos volvíamos hacia nuestro compañero de banco y usábamos las manos, nuestros dedos haciendo las veces de piernas y brazos e imitando los movimientos insignes de nuestros luchadores favoritos —Stone Cold, El Undertaker y La Roca, entre otros—, acompañados por las frases más representativas de Carlos Cabrera y Hugo Savinovich, los presentadores latinos de fines de los 90: ¡Atángana, Carlitos!

Y cuando las profesoras y profesores salían por fin de la sala, dando por terminadas las clases, y pasábamos al periodo de libertad ilusoria que eran los recreos, lo primero que hacíamos era correr a ejecutar estas técnicas, que íbamos perfeccionando más y más con cada día que pasaba.

En cierta ocasión, cuando ya nos sentíamos más envalentonados con nuestras habilidades, montamos un espectáculo abierto en la sala, durante un recreo, emulando los combates de la lucha con el fin de que un compañero de nuestro curso fuera elegido presidente del Centro de Alumnos (en aquellos años ingenuos, años primates podríamos llamarles, pensábamos que eso era hacer política).

Así, en este espectáculo improvisado, la superficie que recibía nuestros impactos podía ser blanda o dura, pero eso no nos importaba: habíamos descubierto que la habilidad secreta no estaba en quién hacía la técnica ni qué grado de fuerza ejercía al hacerla, sino en quién sabía caerla, quién sabía estrellarse contra el suelo sin hacerse mucho daño, para luego esbozar enérgicamente el dolor imaginario del impacto contra espalda y piernas, tal como lo hacían nuestros ídolos de la lucha libre gringa.

Por eso nos daba tanta rabia cuando, dichosos, imitando las formas más artísticas de cada técnica, éramos interrumpidos por el matón del curso, quien nos aplicaba —no contra mochilas ni colchonetas sino contra mesas o contra el suelo puro y duro— las mismas técnicas pero sin ningún grado de oficio, ejerciendo sobre nosotros toda la fuerza de la realidad con un pedigree brutal donde, con la cabeza firmemente asida entre sus muslos y nuestros brazos severamente enganchados por los suyos, casi éramos desnucados apenas nuestra cara se estampaba contra las baldosas del colegio.

 

3. Bláblá

Ahora parecen tan distantes, aquellos años de la lucha libre; un cuarto de siglo ha pasado desde entonces. Pronto la lucha se volvió un recuerdo borroso, una necedad prosaica que veíamos de adolescentes, aunque de tanto en tanto algún amigo del colegio compartía un video con alguna escena icónica, o enviaba un sticker de Stone Cold bañándose en cerveza para ilustrar un potencial carrete en el horizonte, conjurando así del olvido las imágenes y momentos que vivimos en nuestros años de fanatismo.

Hace unas semanas, sin embargo, pasaron dos cosas que me llevaron a pensar de nuevo, con mucha intensidad, en la World Wrestling Federation —WWF en ese tiempo, ahora WWE: World Wrestling Entertainment—: primero me topé, al azar, en Instagram, con un reel del histórico Hell in a Cell del Undertaker con Mankind (ambos hombres, ya viejos y retirados, volvían a ver su pelea de 1998 y la comentaban entre ellos).

Reel que vi de principio a fin y que después hizo que el algoritmo me sugiriera cientos de videos más de la lucha libre, provocando que mi cuadrícula de búsqueda se llenara de hombres musculosos, en zungas y trajes de spandex, agarrándose a charchazos.

Al mismo tiempo —y tal vez un poco antes, porque puede que eso informara al algoritmo cuando me llevó al Hell in a Cell—, mi hermana se encontraba de paso en Ciudad de México y fue a ver un show de lucha libre. Cuando lo comentó, enviando al grupo familiar un par de videos grabados desde su celular, yo le pregunté qué le había parecido.

Ella dijo que la lucha mexicana: «tenía menos blablá y más acción que la de los gringos». Yo le dije que eso podía ser cierto, pero que tuviera en cuenta que el blablá era la esencia de la lucha libre gringa, su poesía redneck: el arte de insultar a un rival con desparpajo a través del micrófono. Ella se rio, y luego dijo que la lucha mexicana le había parecido más para turistas, que no entendían bien ese tipo de drama.

¿Qué era lo que nos atraía tanto, de la WWF, en nuestra adolescencia? ¿Era acaso el drama que mencionaba mi hermana? Y de ser así: ¿en qué consistía ese drama?

 

4. Telenovela

La fiebre de la lucha libre gringa, en Chile, se puede enmarcar entre 1999 y 2001, cuando la pasaban por el canal La Red durante las tardes. Aunque sólo fueron tres años de episodios de la era Attitude (la mejor era, por lejos, según los entendidos), sin duda se trató de un periodo que marcó con fuego a mi generación.

La WWF era una telenovela vulgar, rudimentaria, hecha para hombres: habían tramas y rivalidades aparatosas, cargadas de testosterona, que se construían y exploraban en el largo plazo y que solían tener su remate en un gran evento anual como lo era —y lo sigue siendo— Wrestlemania, donde lo que estaba en juego no sólo era el título mundial sino también la continuidad y popularidad de cada luchador.

Como eran tiempos de un Internet prematuro, no teníamos idea de que estábamos desfasados por cuatro meses de los capítulos de Raw y SmackDown que llegaban desde Estados Unidos; aun así, los seguíamos fielmente todos los fines de semana y cada lunes, en el colegio, comentábamos sus mejores momentos y cuestionábamos, mientras nos formábamos para entrar a clases, si sus combates e insultos a viva voz eran reales o no (de nuevo: años ingenuos).

Todo en la lucha libre nos parecía atrevido, exuberante, y esa parafernalia constante era parte de lo que, en efecto, nos atraía de ella.

 

5. Espectáculo

En un gran ensayo de Roland Barthes, titulado El mundo de la lucha libre y publicado originalmente en su libro Mitologías (1957), el francés reflexiona: «La virtud de la lucha libre consiste en que se trata de un espectáculo excesivo; en él encontramos un énfasis semejante al que tenían, seguramente, los teatros antiguos».

La imagen es bella, porque remite a un arte antiquísimo que, ya sea en el teatro contemporáneo o, claro que sí, en la lucha libre gringa, se sigue perpetuando: los luchadores interpretan a personajes, y los accesorios y artilugios, que forman parte de la imagen que ellos buscan transmitir, son sus antiguas máscaras.

Uno de mis luchadores favoritos, para ilustrar lo anterior, era el Undertaker —el Enterrador, en español—, un hombre que, en primera instancia, interpretaba a un cadáver pálido y de ropa desgajada debido a los años que supuestamente había pasado enterrado, y que luego evolucionó a un tipo macabro e implacable que vestía una túnica negra y que tenía vínculos con el mal y lo sobrenatural (su mejor iteración).

La entrada en escena de Undertaker, con marcha fúnebre de fondo y luces opacas y azuladas que lo envolvían mientras él, en el ring, ponía los ojos en blanco, era icónica y sobrecogedora.

El talante oscuro y severo de Taker contrastaba radicalmente con, por nombrar a otro personaje, el carácter irreverente de Stone Cold Steve Austin; considerado como uno de los luchadores más populares de la WWE, Stone Cold representaba a un redneck texano e irrespetuoso que tomaba cerveza derramando la espuma sobre su cuerpo y el de sus rivales, que golpeaba a quien se le cruzara por delante y que desafiaba constantemente a su jefe, Vince McMahon, dejándolo en ridículo una y otra vez frente a la audiencia, que se identificaba magnéticamente con su estilo antiautoritario (el sueño del pibe trabajador en esos años era poder echarle cerveza en la cabeza a su jefe para luego, a la semana siguiente, volver a la oficina sin ningún tipo de consecuencia real).

 

6. Comedia

Muchos de estos luchadores, como se ve, no carecían de sentido del humor: Mick Foley, entre varios personajes —Dude Love, Cactus Jack—, interpretó a Mankind, a un ser desequilibrado que usaba una máscara y que tenía una cómica técnica principal, la Garra Mandíbular, una peculiar llave de sumisión que lo hacía parecer aún más psicótico.

Mankind se ponía en la mano a Mr. Socko —básicamente, un calcetín sucio que guardaba en su bolsillo— y luego deslizaba sus dedos por debajo de la lengua de su contrincante, aplicando presión en la mandíbula hasta que, después de un exagerado acto de paroxismo corporal, su oponente terminaba por desmayarse.

Según Barthes, el cuerpo del luchador es la primera clave del combate, porque los luchadores tienen un físico tan perentorio como los personajes de la Comedia Italiana, quienes pregonan de antemano, con su traje y actitudes, el contenido futuro de su papel. «Ciertos luchadores —escribe— son grandes comediantes, y se divierten igual que un personaje de Moliere, porque logran imponer una lectura inmediata de su interioridad».

Así, un personaje como Mankind entregaba al público una clara imagen de su estado mental, pero también una forma de sentido humor que, con toda naturalidad, se completaba por medio de su hilarante Garra Mandibular.

 

7. Pasiones

Esta abigarrada diversidad de personajes era lo que convertía a la lucha libre, en palabras de Barthes, en una verdadera comedia humana, donde los matices sociales de ciertas pasiones —fatuidad, derecho, crueldad desmedida, sentido del desquite— encontraban siempre el signo más claro que pudiera encarnarlos, expresarlos y llevarlos hasta los confines del coliseo por medio de la interpretación de roles muy diversos: «Se comprende que, a estas alturas, no importa que la pasión sea auténtica o no —escribe Barthes— lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma».

Lo que se espera experimentar, entonces, no es el triunfo de un luchador sobre otro, sino una serie de pasiones que se ven desplegadas en el ring, por parte de los luchadores, y que operan en directa relación con los espectadores del evento.

Barthes entiende que la lucha libre no es un deporte, sino una exhibición, y, como tal, un combate de la lucha le parece, entre varias pasiones posibles, una representación del dolor: «similar a los sufrimientos de Arnolfo o de Andrómaca».

El luchador que sufre bajo el efecto de una llave brutal ofrece, para Barthes, una imagen momentánea del sufrimiento humano: «como una Pietá primitiva —escribe— se deja contemplar el rostro exageradamente deformado por una aflicción intolerable».

La lucha libre sería entonces el único «deporte» —muy entre comillas, se entiende— que entrega una imagen tan explícita de la tortura, pero lo que el espectador anhela ver no es un sufrimiento real, sino la perfección de una iconografía: «La lucha libre no es un espectáculo sádico —aclara Barthes— es, solamente, un espectáculo inteligible».

 

8. Viaje

En una entrevista con Larry King, de hace diez años, Stone Cold Steve Austin comentó que la lucha libre se trataría, sobre todo, del show, de llevar a la multitud de miles de espectadores en un viaje.

Si pensamos a los luchadores como un símil pop de los héroes griegos y romanos de la antigüedad, el viaje al que se refiere Steve Austin es uno donde existe un destino regido por el guion que ellos deben interpretar.

El coro del teatro, asimismo, serían los presentadores que comentan la acción, y que a veces interactúan con los mismos luchadores, sus mesas y micrófonos siempre destrozados por alguna maniobra ejercida por un luchador sobre otro en medio del combate.

¿Y el público, qué monos pinta en este espectáculo?

Hace unos años, Martin Scorsese dijo que las películas de Marvel le parecían «parques de atracciones» en vez de cine. Pienso que el concepto se aplica bien a la lucha libre. En esta atracción —este viaje, diría Steve Austin— hay un elemento psicológico que está siempre en la palestra, porque cualquier acción realizada por un luchador apunta de forma explícita a obtener, de hecho, una respuesta por parte del público: «la gente exitosa en este negocio —decía Stone Cold en la entrevista con King— es la que tiene oído para lo que esa audiencia necesita oír».

El público se entrega de lleno a los insultos creativos, a los golpes bien puestos, a los sonoros cachetazos sobre el pecho, a los sillazos y mesas destruidas, a los actos de venganza bien ejecutados, y no hay nada más excitante para la multitud que una enfática técnica o un improperio enunciado con el micrófono en el momento exacto y oportuno.

Todo este espectáculo es la poesía redneck a la que me refería antes.

 

9. Roles

Podemos decir, por tanto, que la lucha libre se construye mediante esta poesía vulgar del espectáculo, pero también con la audiencia que responde activamente a ella —algo así como la relación que se forma entre un poeta y su lector, y que sólo se completa por medio de la proyección emocional que el lector hace mientras lee su poesía—; existe una co-construcción del espectáculo que no funcionaría sin la respuesta de un observador directo.

Por eso es tan importante que no haya sutilezas ni ambigüedades en las rivalidades entre luchadores, así como tampoco en sus gestos: porque la audiencia tiene que saber en todo momento qué está sucediendo, qué pasiones están en juego mientras los luchadores se enfrentan en el ring (o fuera de él), y qué papeles interpretan.

Así, para Barthes, cada signo de la lucha libre está dotado de una claridad total: «ni bien los adversarios están sobre el ring —escribe— el público es ganado por la evidencia de los roles».

En la lucha libre gringa, siempre hay dos personajes que se enfrentan sin muchos matices: el héroe y el villano —en inglés, según la jerga de la lucha: el babyface y el heel—. La audiencia, por lo general, sabe a quién vitorear y a quién abuchear, el bien y el mal están claramente establecidos, y no es raro que un luchador, que alguna vez fue babyface por demasiado tiempo, pase a ser un heel mediante un gesto tan radical como lo es insultar abiertamente al público durante su monólogo en el micrófono.

De esta manera, el heel, para Barthes, se trata esencialmente de un inestable que sólo admite las reglas del combate cuando le son útiles pero que, usualmente, las transgrede a tajo y destajo. «Se trata de un hombre imprevisible —escribe Barthes— y, por lo tanto, asocial: se refugia detrás de la ley cuando juzga que le es propicia y la traiciona cuando le es útil hacerlo».

Como el heel se mueve bajo sus propias reglas, muchas veces el héroe pierde un combate, no a causa de su habilidad como luchador, sino porque, en un acto de arbitrariedad deportiva, se ve superado por las maquinaciones del villano.

 

10. Justicia

Aquí entra en juego un concepto que Barthes define como lo que, en definitiva, se buscaría escenificar en el espectáculo de la lucha libre: «es esencial la idea de saldar cuentas; el hazlo sufrir de la multitud que significa, ante todo, haz que las pague. Se trata, por supuesto, de una justicia inmanente; cuanto más baja es la acción del canalla, más se alegra el público por el golpe que se aplica con ecuanimidad».

Todos los actos generadores de justicia deben ser, entonces, particularmente satisfactorios para el público: el Stone Cold Stunner —también conocido como la paralizadora—, la técnica definitiva de Steve Austin, era uno de los remates más eficaces y dinámicos en toda la WWF.

Una patada en la guata hacía que el adversario se encorvara para que después Stone Cold lo agarrara por la nuca y, arrojándose de culo al suelo, presionara la cabeza del oponente contra su hombro para luego soltarla y dejar que el atacado se arrojara de espaldas contra la lona: La Roca solía vender espectacularmente el stunner, dando una voltereta elástica por los aires cada vez que se lo aplicaban.

(Huelga decir que el stunner era la técnica favorita entre mis amigos del colegio. Solíamos ejecutarlo sorpresivamente, cuando alguien andaba despistado: podía suceder en cualquier momento y, cuando te lo hacían, afloraban sentimientos de vergüenza y desconcierto, porque había sucedido de la nada, sin que lo hubieras visto venir, y el que te lo había hecho solía celebrar burlonamente, en tu cara, ese stunner bien ejecutado).

Barthes menciona que los cambios bruscos en la lucha libre son gozados como un acertado episodio novelesco, y cuanto mayor es el contraste entre el éxito de un golpe y el cambio de la suerte, la caída de la fortuna de un combatiente está más próxima y la mímica del drama es entonces juzgada con mayor satisfacción.

El stunner, de esa forma, solía ser la técnica perfecta para darle un cierre novelesco a cualquier escena: era raudo, abrupto, podía ocurrir dentro o fuera de un combate y, por lo general, concluía acompañado, en otro acto más de poesía redneck, por un grosero baño de cerveza.

 

11. Realidad

Todo lo que veíamos en pantalla, en fin, nos deslumbraba, y no nos interesaba saber lo que pasaba fuera de ella, porque muchas veces el espectáculo devenía en pedestre realidad. Nada, detrás de cámara, era lo que parecía.

El Undertaker, ese ídolo sobrenatural, agigantado hasta la talla de un signo metafísico en el ring, tenía un nombre real —se llamaba Mark Callaway—, y había sido uno de los mayores donantes de la WWE en la campaña de Donald Trump en 2020.

Los maltratos y las malas condiciones laborales empujaban a muchos luchadores, con el cuerpo destrozado, a actuar en precarios circuitos independientes (The Wrestler, la película de Darren Aronofsky, ejemplifica muy bien esto); la adicción a esteroides y su uso desmedido provocaba tragedias personales que incluso podían terminar en asesinato y suicido (el bullado caso de Chris Benoit).

Y Vince McMahon, el dueño y creativo de la lucha gringa durante décadas, en medio de una investigación por gravísimos delitos sexuales, se retiró de la dirección general de la WWE el 2022. No eran los primeros escándalos de abusos en su nombre: McMahon los había acallado antes por medio de millonarias compensaciones.

«Cuando el héroe o el canalla del drama —escribe Barthes— el hombre que había sido visto unos minutos antes poseído por un furor moral, abandona el coliseo, impasible, anónimo, con una valijita en la mano y su mujer del brazo, nadie puede dudar de que la lucha posee el poder de trasmutación propio del espectáculo y el culto. Sobre el ring y en el fondo de su ignominia voluntaria, los luchadores siguen siendo dioses, porque son, durante algunos instantes, la llave que abre la naturaleza, el gesto puro que separa al bien del mal y revela la figura de una justicia finalmente inteligible».

La imaginería de la lucha libre nunca se condice con la realidad, porque la justicia inteligible que, según Barthes, debe emerger en el ring, se contrapone radicalmente a la injusticia patente tras bastidores, y a las condiciones inhumanas que con frecuencia surgen en negocios deportivos y multimillonarios como este. Se trata del lado oscuro —el lado real e innegable— que posee la lucha libre.

 

12. Presente

Nuestros recuerdos dicen más del presente que del pasado. Pienso que, a fines de los 90, a principios de 2000, queríamos creer con ímpetu en la poesía redneck que exudaba la WWF, en su cualidad innata de encantamiento para primates, porque sentíamos que representaba los impulsos exacerbados de nuestra adolescencia.

Sin embargo, aun cuando la realidad nos hace ver ahora que la lucha libre era una mera ficción deslucida, y aun cuando técnicas elegantes como el suplex están lejos de las capacidades ralentizadas de nuestros cuerpos que ya alcanzan las cuatro décadas, aun así queremos seguir creyendo, quizás, en ese entusiasmo adolescente que la lucha ejerció en nosotros alguna vez.

No por nada, a veces, muchos años después, en ciertas reuniones sociales nos perseguimos sigilosa y puerilmente por las calles, mientras buscamos un bar donde carretear, o por los pasillos de una sala de eventos o de un departamento, mientras celebramos el matrimonio de uno o el cumpleaños de otro, tratando de hacerle un stunner inesperado al amigo que pillemos desprevenido.

Y, cuando eso pasa, cuando en medio del grupo uno recibe una paralizadora, nuestras parejas nos miran incómodas, con desconcierto, mientras nosotros gritamos de socarrona felicidad, porque suponen que ya somos adultos y que debiéramos comportarnos como tales, y si bien ellas tienen razón en eso, también es cierto que en nuestros recuerdos aún viven cándidos y vehementes esos ridículos y hermosos años de poesía redneck que todavía evocamos de tanto en tanto, y que celebramos como púberes cada vez que sentimos la satisfacción de un stunner bien ejecutado en la nuca de uno de nosotros.

 

 

 

 

***

José Miguel Martínez (Santiago, 1986) es arquitecto. Ha publicado los libros El diablo en Punitaqui (Tajamar Editores, 2013), Hombres al sur (Tajamar Editores, 2015), Tríptico de Granola (Tres Puntos Ediciones, 2020), Ceres (Minotauro, 2021) y Los tres duelos del detective Bernales (Tajamar Editores, 2024).

Ha traducido, además, a James Baldwin, S. Craig Zahler y Jack London. Es creador del podcast Cátedras Paralelas, donde conversa con diversos invitados sobre libros y lectura. Asimismo, es redactor permanente del diario Cine y Literatura.

Vive en Frutillar, Chile.

 

José Miguel Martínez

 

 

Imagen destacada: Stone Cold en un stunner.