Sergio Andricaín - De cómo me convertí en lector

 



 

Aprendí a leer muy temprano, junto a mi madre, en casa. Yo quería imitar a mis primos y a mi hermana que ya leían. Entonces mi madre se hizo de un viejo silabario y comenzó a enseñarme. Me pareció que me adentraba por un universo diferente, uno que expandía el deslumbrante y nuevo mundo que existía a mi alrededor.

En la casa de mi infancia no había muchos libros (mis padres no eran grandes lectores en esas ya lejanas fechas). Mi hermana y yo lo fuimos (yo más que ella, debo confensar). Prefería leer a jugar en la calle. A esa edad era algo retraído y tímido. Como no disponía de una biblioteca vasta y variada, al comienzo leí más cómics que libros. Prefería aquellos que adaptaban obras de la literatura universal a los centrados en personajes como Archie, Superman, Batman y otros por el estilo. Cerca de mi casa no había ni biblioteca ni librerías. Los días en que nos llevaban al médico a los dos hermanos, pasábamos por el Ten Cents (Woolworth) de El Vedado y, como premio, mi madre nos compraba un libro a cada uno, no de los más caros, porque el presupuesto era reducido.

Recuerdo mi primera visita a una librería grande en La Habana Vieja: La Moderna Poesía, localizada en la calle Obispo en un edificio Art Decó, hoy casi en ruinas. Me quedé deslumbrado con ese espacio enorme y con los tantísimos anaqueles ocupados por obras de autores que ignoraba o solo conocía por referencias. Lo que compramos en esa ocasión fue un diccionario ilustrado. Lo necesitábamos para la escuela. Me pasaba horas leyéndolo y viendo sus ilustraciones. Desde ese día viene mi apego por este tipo de ediciones: puedo estar sumergido en una de estas publicaciones durante horas. Y si es uno enciclopédico, mucho más será el tiempo que dedico a husmear en sus páginas. El primer libro que compré solo, sin la tutela de mis padres, lo adquirí en Librería Cervantes de La Habana Vieja, a unas dos cuadras de la oficina de mi papá. Fue Tragedias, de William Shekespeare, obra que busqué luego de leer las adaptaciones que hicieron en el siglo XIX los hermanos Charles y Mary Lamb de las obras dramáticas del gran escritor inglés.


Al mudarme a un barrio más centrico y animado de La Habana, El Vedado, a mediados de los sesenta, algunas cosas cambiaron. Había varias librerías cerca de mi casa y llegaron a mis manos nuevos libros. 

 

Los títulos que más recuerdo en mi infancia y temprana adolescencia son: La Edad de Oro, de José Martí; Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez; Había una vez y Oros viejos, de Herminio Almendros; Flor de leyendas, de Alejandro Casona; Cuentos, de los hermanos Grimm; El último de los mohicanos, de James Fenimore Cooper; Los quinientos millones de la Begún y La Isla Misteriosa, de Julio Verne; Ivanhoe, de Walter Scott; La hija del faraón El corsario Negro, de Emilio Salgari; Oliver Twist y David Copperfield, de Charles Dickens; Corazón, de Edmundo de Amicis... De manera imprecisa y durante mi adolescencia, poco a poco, se fueron incorporando obras clásicas de la literatura universal como Cumbres borrascosas Jane Eyre, de las hermanas Emily y Charlotte Brontë; Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo; Sinuhé, el egipcio y La reina del baile imperial, de Mika Waltari; Eugenia Grandet y La piel de zapa, de Honorato de Balzac; Las noches blancas, de Fiodor M. Dostoievsky y las tragedias, dramas y comedias del teatro clásico universal, con las obras de William Shakespeare a la cabeza. Ah, y muchas antologías de poesía iberoamericana. Recuerdo con especial cariño los romances españoles que leí siendo un niño y que sigo leyendo aún.


Sergio Andricaín
Escritor

 


 

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