Por qué Estados Unidos lucha por mantener el dominio mundial. Notas sobre un número de la revista Limes. - 20.5.24 / Bitacora online - www.bitacora.com.uy
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20.5.24

Por qué Estados Unidos lucha por mantener el dominio mundial. Notas sobre un número de la revista Limes.

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Por Carlo Formenti (*)

El número 3 (marzo de 2024) de 'Limes', la prestigiosa revista geopolítica italiana, debería ser una lectura obligada para los intelectuales y militantes marxistas que quieran comprender a fondo los desafíos que guían las actuales opciones de política internacional de Estados Unidos.

Lo que me intrigó lo suficiente como para comprar el grueso cuadernillo (sólo compro "Limes" de vez en cuando) fueron, más que el título "Mal d'America", los tres subtítulos; "El peso del imperio socava la república", "El número uno ya no se gusta a sí mismo", "Cómo perder fingiendo ganar". Me han parecido apasionantes, aunque a algunos les pueda parecer una forma críptica y alusiva de evocar las contradicciones que merman las esperanzas de quienes confían en que el siglo XXI pueda ser un nuevo siglo americano. Además, me doy cuenta de que pueden sonar engañosas a los oídos de una cultura comunista anclada en el análisis "clásico" (diversamente actualizado) del imperialismo, aplanada en los mecanismos económicos del capitalismo tardío y poco inclinada a valorar el peso de los factores "superestructurales". De ahí que se pierda la posibilidad de comprender las motivaciones del enemigo, que, por un lado, quedan reducidas a una cháchara ideológica que sirve para enmascarar sus "verdaderos" objetivos y, por otro, son depuradas de las tensiones y contradicciones que las atraviesan, neutralizando su complejidad.

Una lectura atenta de estas trescientas páginas permite, en mi opinión, evitar la doble trampa que acabamos de describir. En primer lugar, porque es el propio estatuto de la geopolítica el que favorece un enfoque "realista" de los problemas, despojándolos (en parte) de sus (inevitables) prejuicios de valor.

Por otra parte, porque buena parte de los autores de los casi treinta artículos son estadounidenses, o en todo caso dentro del debate académico estadounidense, por lo que representan bien la forma en que la cultura de las barras y estrellas se mira a sí misma y al mundo exterior; por último, porque la línea política de "Limes" es todo menos antiamericana y antioccidental, y por tanto, si mete el dedo en la llaga de ciertas contradicciones, es para razonar sobre cómo deberían resolverse (pero los políticos, intelectuales y periodistas "atlantistas" de casa no dudarían en definir a muchos de estos artículos como putinistas, prochinos, pacifistas de sofá, etc.) ). En la primera parte del texto que sigue trataré algunos de los principales temas abordados en el número (sin mencionar autores individuales, tanto para no lastrar la lectura como porque los mismos argumentos se repiten en varios artículos); en la segunda parte intentaré resumir la lección que un punto de vista anticapitalista puede extraer de estos materiales.

Antes de entrar en el meollo de la cuestión, conviene partir de la premisa de que, aunque el tema contenga opiniones diferentes, a veces contradictorias, creo que puede decirse que, del conjunto, brilla con luz propia una firme referencia a la lección de George Kennan, figura original de intelectual, diplomático y político estadounidense. Kennan fue un conservador culto e inteligente, dotado de una empática capacidad para empatizar con los puntos de vista de los enemigos del imperio estadounidense (a lo que contribuyó su profundo conocimiento de la lengua y la cultura rusas y su experiencia como embajador en Moscú), a quien debemos la primera formulación de la teoría de la "contención" frente al campo socialista. Una teoría que, a diferencia de la mayoría de las interpretaciones belicistas que de ella se dieron posteriormente, afirmaba la necesidad de mantener el conflicto hegemónico dentro de un marco diplomático. Kennan estaba convencido de que había que contener las ambiciones imperiales de Rusia, pero también aceptarlas de forma realista. Por eso criticaba la cultura imperante en el establishment de Washington, caracterizada por la tendencia a hacerse pasar por benefactores y maestros de los pueblos menos afortunados, lo que consideraba una forma de "narcisismo nacional". Convencido de la necesidad de disolver la OTAN y el Pacto de Varsovia en una organización de seguridad paneuropea, así como del hecho de que la reunificación alemana debía producirse al mismo tiempo que la neutralización de Alemania, denunció la penetración atlántica en el antiguo imperio soviético después del 89 como un grave error, previendo las consecuencias que hoy tenemos ante nuestros ojos.

La contribución del "Limes": por qué Estados Unidos lucha por dominar el mundo

Parto de lo que Kennan consideraba una limitación estructural de la mentalidad estadounidense: la incapacidad de comprender a los demás, asociada a la megalomanía imperial y a la tendencia a no poner fronteras a los propios objetivos expansivos y a no mirar más allá de los límites del propio mundo. Un ejemplo típico de esta opacidad, que se repite en varios artículos de este número, es la incapacidad de captar el carácter distintivo del sistema chino, debido a la creencia de que la globalización y la apertura de los mercados conducirían automáticamente al abandono del socialismo y a la integración de Pekín en el sistema capitalista mundial. Lo mismo puede decirse de la subestimación de la posibilidad de reacción de Rusia ante el cerco de la OTAN, una subestimación de la fuerza y la decisión de ambos adversarios que los unió en lugar de dividirlos (esa compactación de las potencias continentales que el Imperio Británico siempre había intentado evitar).

No se trata tanto de ignorancia y estupidez (factores que no faltan en ciertos círculos de Washington) como de los efectos a largo plazo de una contradicción en la que hacen hincapié muchos autores publicados por "Limes". La cuestión es que Estados Unidos ha negado durante mucho tiempo su propia vocación imperial, incluso después de que ésta se manifestara de hecho a finales del siglo XIX, con la guerra contra España y la posterior conquista de Cuba y Filipinas. Así, mientras se construía el mito del excepcionalismo estadounidense (véase más adelante), también se temía que la expansión territorial pudiera contradecir la condición de república; de ahí que no se reconociera que la mentalidad imperial está arraigada en la psique estadounidense desde el principio, heredada de la madre patria británica. La remoción resulta cada vez menos convincente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el deseo de contrarrestar al bloque socialista puso de manifiesto que Estados Unidos actuaba como potencia mundial, bien colonizando militarmente Alemania y Japón con sus propias bases militares, bien tomando progresivamente el relevo del Imperio Británico en el control político, económico y militar de sus antiguos territorios coloniales. Los pasos decisivos fueron la guerra de Vietnam, cuyo carácter imperialista quedó demasiado claro (a los ojos de los propios estadounidenses), y la estrategia de la OTAN en Europa tras el colapso soviético, que puso de manifiesto la tendencia de Estados Unidos a hacer frente a los problemas de su propia sobredimensión. Muchos artículos del número sugieren la necesidad de salir de este círculo vicioso, que sacrifica los valores republicanos a las necesidades imperiales, y añaden que esto sólo es posible renunciando a la dominación mundial y limitándose a defender la primacía, ya sea evitando una retirada precipitada (de la que la huida de Kabul podría considerarse un síntoma premonitorio) o conjurando el riesgo de una Tercera Guerra Mundial.

Varios factores contribuyen a hacer problemática esta salida, entre los cuales no es el menor (generalmente subestimado por los intelectuales europeos) la fe religiosa en una misión moral de "rehacer el mundo", misión que una nación "elegida" se atribuye a sí misma, presentándose como una potencia que marcha hacia el progreso y la difusión de su propio sistema de gobierno, considerado el mejor posible, así como el destino inevitable de toda la humanidad. Sin embargo, esta fe, que el declive del desafío soviético parecía haber hecho inquebrantable, y que el anuncio del "fin de la historia" había traducido en la convicción de que la supremacía estadounidense duraría para siempre, ha empezado a tambalearse desde la primera década del nuevo milenio. Limes" intenta explicar por qué flaquea y qué podría sustituirla para evitar una catástrofe mundial. Sobre las razones por las que se tambalea diremos en un momento, sobre lo que podría sustituirla creo poder anticipar que la solución imaginada puede sintetizarse en tres puntos: desentenderse en Oriente Medio; delegar en Europa la tarea de su propia defensa; promover una coexistencia competitiva con China pero, como veremos, es precisamente el debilitamiento de la fe, junto con las contradicciones que provocan su debilitamiento, lo que complica la posibilidad de aplicar tal estrategia.

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Refiriéndose a la pérdida de eficacia del mito fundacional (América como el país de la libertad, la democracia y el "derecho a la felicidad"), hay quien comenta que incluso el mito más sofisticado se marchita y muere si deja de responder al sentimiento popular, y para entender la pérdida de este sentimiento, se amontonan las cifras que atestiguan el fracaso de un capitalismo que ya no puede garantizar una prosperidad generalizada. He aquí algunas cifras clamorosas: el 29% de los ciudadanos reciben tratamiento por diversas formas de depresión; las muertes por suicidio, sobredosis, alcoholismo aumentan a un ritmo exponencial; la esperanza de vida ha disminuido en 1,3 años desde 2019 y la mortalidad infantil ha vuelto a aumentar. La desindustrialización y la terciarización de la economía aumentan la proporción de trabajadores precarios, aunque los empleos aumentan, pero son de baja calidad y están mal distribuidos geográficamente (la creación de empleo se concentra en zonas ya acomodadas). Los más afectados por el proceso de precarización (hasta un 30%) son los no titulados, pero los titulados tampoco salen bien parados (en su caso la cifra es del 55%) también porque dos quintas partes están empleados en trabajos que no requieren su cualificación, mientras que los que no encuentran un empleo decente corren el riesgo de verse aplastados por la deuda contraída para acceder a la enseñanza superior. Por último, la calidad del sistema educativo (salvo en las islas de excelencia) está disminuyendo, hasta el punto de que China ha superado a Estados Unidos en porcentaje de población con estudios superiores.

La deslocalización impuesta por el fundamentalismo neoliberal ha reducido drásticamente la base industrial, golpeando duramente a las comunidades locales que vivían de la manufactura y creando el Rust Belt que inmiscuye a las regiones centrales, y que ha proporcionado una parte importante de la base electoral de Donald Trump (su aislacionismo, encarnado por el lema America First, toca cuerdas profundas en millones de estadounidenses que reclaman la reducción del papel imperial y el desvío de los recursos que lo alimentan hacia proyectos de reindustrialización). El ataque a los sindicatos (el número de afiliados ha caído a un mínimo histórico del 6%) ha privado a estos trabajadores atrasados de toda posibilidad de hacer valer sus derechos. No es de extrañar, pues, que los sondeos revelen que la mitad de los encuestados ya no consideran a Estados Unidos el mejor país, y que los nacidos después de 1980 piensen que el papel mundial de Estados Unidos conlleva más costes que beneficios y no estén dispuestos a luchar para defender el sistema.

Volveremos sobre este último dato más adelante. En primer lugar, es importante subrayar que los conflictos de clase desencadenados por el desastre socioeconómico que acabamos de describir están asociados a una dislocación ideológica radical. El campo progresista ha heredado el legado de los años sesenta, cuando la izquierda reunía apoyo principalmente en las filas de las clases educadas (las clases medias "reflexivas", en su mayoría acomodadas si no ricas) y esto le ha permitido echar raíces en los campus universitarios, donde los estudiantes de ayer se han convertido en los profesores de hoy. En este entorno, profundamente influido por las teorías postestructuralistas, florece la cultura 'woke' (feminismo, ecologismo, movimiento Lgtbq, etc.) tan centrada en los derechos individuales y civiles como ajena a los conflictos sociales asociados al aumento de la pobreza y la desigualdad económica.

Los progresistas no entienden ni reconocen los conflictos de clase porque se han separado de la gente (el cosmopolitismo de las élites educadas y ricas las hace antropológicamente diferentes de las clases de bajos ingresos no educadas). Las "guerras de religión" entre el ala más reaccionaria del Partido Republicano y el ala despierta de la izquierda democrática no entusiasman a las masas, que buscan respuestas a su sufrimiento y a su rabia y, si se ponen del lado del populismo de derechas, no es porque compartan sus valores, sino porque odian a las élites democráticas que las han traicionado. En resumen: la lucha de clases se intensifica, pero ya no pasa por los canales tradicionales, asumiendo también el aspecto de un enfrentamiento entre territorios que experimentan diferentes contradicciones: véanse los conflictos cada vez más frecuentes entre los estados y el gobierno federal.

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Uno de los juicios que se leen cada vez más a menudo sobre el conflicto chino-estadounidense es que, aunque China ha alcanzado, si no superado, a Estados Unidos económicamente, la superioridad militar estadounidense sigue siendo abrumadora. Una opinión que empecé a poner en duda al leer el número de "Limes" que estoy comentando aquí. Aunque reafirma que el presupuesto de defensa de Estados Unidos es tres veces superior al de China, "Limes" cuestiona de hecho hasta qué punto esto debe considerarse un factor decisivo en sí mismo. Los argumentos con los que se cuestiona una respuesta positiva a esta pregunta son múltiples. En primer lugar, hay que constatar un hecho: las numerosas intervenciones militares estadounidenses de las últimas décadas (en particular, las guerras afgana e iraquí) han sido enormes éxitos operativos, pero fracasos desastrosos, si se miden con respecto al objetivo estratégico de "ganar la paz". La política militar estadounidense se basa en el supuesto de que las tecnologías avanzadas pueden prevalecer en cualquier caso sobre la superioridad numérica de los ejércitos enemigos, pero si queremos considerar la guerra ruso-ucraniana (a todos los efectos una guerra local entre Rusia y la OTAN) como una prueba de este paradigma, surgen no pocas dudas, tanto porque la guerra se está librando de una forma más "clásica" de lo que habría sido previsible, como porque, mientras se mantenga a este nivel, la superioridad rusa parece incontestable. Esto lleva a predecir que en una confrontación abierta y directa con China las dificultades serían aún mayores, hasta el punto de que muchos institutos de investigación especializados en el análisis de posibles escenarios bélicos dan por sentado que Estados Unidos perdería cualquier guerra con China.

Ante tales predicciones, la izquierda replica que sólo sirven para llevar agua al molino del sistema militar-industrial de las barras y estrellas, que utiliza este alarmismo para pedir más inversiones en apoyo de las industrias bélicas. Sin embargo, según algunos artículos, la cuestión debería analizarse también desde otros puntos de vista. En primer lugar, si no prevemos una guerra de corta duración (unas semanas o meses), en la que contaría sobre todo la superioridad tecnológica (sin excluir el uso de armas nucleares), sino más bien una guerra de larga duración con modalidades más parecidas a las de la guerra de Ucrania, Estados Unidos pagaría caro el desmantelamiento de su base manufacturera, provocado por las políticas neoliberales, y pronto se encontraría escaso de municiones y armas cruciales. Además, tanto China como Rusia (por no hablar de su alianza) disfrutarían de enormes ventajas no sólo en términos industriales, sino también en cuanto a la cantidad de tropas a desplegar, dadas las dificultades estadounidenses para el reclutamiento antes mencionadas: cada vez menos jóvenes están dispuestos a vestir el uniforme, hasta el punto de que la edad máxima tuvo que elevarse a 41 años. En particular, disminuye el número de blancos y de habitantes de las grandes ciudades del Norte, hecho sólo parcialmente compensado por el aumento de negros e hispanos y de habitantes de pequeñas y medianas ciudades suburbanas (sobre todo en el Sur). Además, estos últimos se alistan principalmente por razones económicas, por lo que si quisiéramos atraer también a los blancos, sería necesario aumentar considerablemente los salarios que ya pesan sobre el presupuesto global de defensa. ¿Podrían las motivaciones patrióticas en caso de guerra compensar estos problemas? Tal vez, pero un sondeo entre votantes demócratas revela que el 52% intentaría huir al extranjero en caso de que Estados Unidos entrara en guerra...

En conclusión, según "Limes" la presunta superioridad bélica estadounidense se basa en gran medida en la confusión entre fuerza (real) y (presunto) poder, mientras que cada vez es más evidente la imposibilidad de gestionar varias crisis al mismo tiempo y lo impensable de una guerra simultánea contra Rusia y China (véanse las dificultades creadas por la guerra simultánea ruso-ucraniana y el agravamiento del conflicto palestino). ¿Es concebible que una guerra económica librada al son de sanciones pueda lograr los mismos resultados que Reagan había conseguido en los años ochenta contra la URSS? La eficacia del chantaje económico que Estados Unidos ha ejercido sistemáticamente contra enemigos y aliados tentados de competir en su propio terreno ha resultado devastadora desde la decisión de Nixon (1971) de suspender la convertibilidad del dólar en oro. Desde entonces, el "señoreaje" del dólar -medio privilegiado de cambio internacional- ha otorgado a Estados Unidos la primacía de ser el único Estado que puede imprimir dinero a voluntad para pagar sus deudas, sin provocar inflación ni tensiones sociales en su seno. Una supremacía que le ha permitido "externalizar" la deuda y lanzar ataques especulativos contra Japón, los Tigres Asiáticos y Europa, cada vez que han intentado desafiar el dominio estadounidense.

Una poderosa arma que en las últimas décadas ha llevado a las administraciones estadounidenses a intentar reducir a consejos suaves a aquellos países que se rebelan contra las reglas del Consenso de Washington mediante sanciones (pudiendo contar con la UE como aliado en estas guerras económicas). Sin embargo, esta estrategia resulta cada vez menos eficaz, cuando no se convierte en un boomerang. De hecho, para resistir el golpe, los Brics han empezado a utilizar otras monedas para gestionar su comercio internacional, mientras que el número de países africanos y latinoamericanos que les imitan no deja de crecer. Por ejemplo, los Emiratos han asumido el papel de intermediario entre Occidente y el resto del mundo para ayudar a Estados y empresas a eludir las sanciones sin sufrir represalias. Muchas grandes empresas occidentales perjudicadas por el "desacoplamiento" (es decir, las sanciones destinadas a aislar a las economías de Rusia, China y otros países "rebeldes" del mercado mundial) también recurren a maniobras de elusión similares, hasta el punto de que se multiplican los llamamientos patrióticos de políticos occidentales que invitan a las empresas a aceptar los perjuicios económicos para servir a los intereses de sus propios países. Ciertamente es prematuro hablar de la "desdolarización" de la economía mundial, pero el estrepitoso fracaso de las sanciones adoptadas contra Rusia (que están perjudicando mucho más a quienes las aplican que a quienes las sufren), y la tentación de aceptar la invitación china a construir un nuevo orden multipolar parecen estar seduciendo a muchas pequeñas y medianas potencias.

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Demos un paso atrás. Se ha dicho que el espíritu predominante en la cuestión del "Limes" es el de George Kennan: contener al retador estratégico (ayer Rusia hoy China) evitando al mismo tiempo elevar el umbral del conflicto hasta la deflagración en una guerra global. Se añadió que la estrategia política preconizada por "Limes" no es genéricamente pacifista, ni contraria al objetivo de preservar la primacía mundial del bloque atlántico. China y Rusia (pero también Corea del Norte, Cuba, Venezuela, etc.) siguen siendo calificados de países "totalitarios", y la posibilidad de un "eje entre potencias autoritarias" en Eurasia sigue considerándose un peligro mortal para la libertad y la democracia. Además, el número alberga artículos especialmente virulentos sobre el tema de la competencia económica con China, en los que se define a esta última como un socio negociador poco dispuesto a competir "lealmente", a aceptar reglas "compartidas" (léase reglas impuestas por Washington), y en las que se le acusa de aplicar "prácticas depredadoras" como el robo de la propiedad intelectual y de apoyar injustamente la competitividad de sus propias empresas con subvenciones estatales "ilegales" (acusaciones ridículas si se tiene en cuenta que el despegue de la economía estadounidense a finales del siglo XIX y principios del XX se basó en el robo de la propiedad intelectual en detrimento de las naciones europeas, y que el auge de la Nueva Economía se desencadenó gracias a colosales inversiones públicas, con el bloque industrial militar en primera fila). Acusaciones con las que se justifica la necesidad de suspender la cooperación científica y de recurrir sistemáticamente a barreras aduaneras que afectan especialmente a los productos tecnológicos (el adelantamiento tecnológico y científico de China en los ámbitos aeroespacial, ferroviario, biofarmacéutico, software e IA, ordenadores cuánticos, construcción naval, paneles solares, etc. es aterrador). Poco importa, se añade, si esta guerra tecnológica acarreará pesados costes medioambientales y frenará la creación de empleo, sólo importa ganar, al precio que sea.

Guerra industrial, financiera, comercial, científica y tecnológica, pues. Pero, ¿no es todo esto la antesala de la guerra emprendida que decimos querer evitar? También aquí es necesario dar un paso atrás: se ha dicho que la estrategia sugerida consiste en perseguir la contención sin llegar a la confrontación militar. ¿Significa esto renunciar a la misión religiosa de exportar la democracia liberal en salsa occidental al resto del mundo, y renunciar a la tendencia a la expansión territorial ilimitada; significa también tomar el camino del desarme? En absoluto. El "pacifismo" del "Limes" se inspira en la regla clásica de la antigua Roma imperial "si vis pacem para bellum". En resumen, Occidente debe hacer que su capacidad de disuasión sea más creíble de lo que es actualmente. ¿Cómo? Hay dos movimientos básicos: delegar su autodefensa en Europa, centrarse en el frente asiático movilizando a la anglosfera (omito razonar sobre el escenario de Oriente Medio por falta de espacio).

Empiezo por el frente asiático y lo que "Limes" llama la "militarización de la anglosfera". Aquí vuelven a entrar masivamente en juego los mitos y la ideología. De hecho, el quid es el profundo vínculo antropológico-cultural entre Inglaterra, las antiguas colonias y Estados Unidos, cimentado por el hilo rojo de la tradición imperial y las afinidades lingüísticas, religiosas, históricas y étnicas, así como la sentencia de Churchill celebrando "las formidables virtudes de los países anglosajones" (que los neoconservadores han traducido en la exaltación de la Anglosfera como el El dorado de la democracia liberal). Descuidar este cemento "superestructural" para centrarse exclusivamente en la convergencia de intereses materiales es un grave error de comprensión de la naturaleza del enemigo. Es sobre todo esta afinidad histórico-cultural la que condujo primero a la creación de los Cinco Ojos, la alianza de espionaje entre Estados Unidos, el Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, que intercepta las comunicaciones en casi todo el mundo (incluidos los países europeos), y después de los Aukus, la alianza militar entre Australia, el Reino Unido y Estados Unidos, para asediar a China en previsión de una posible guerra con Taiwán (para Australia esto significaba, entre otras cosas, el fin de su renuncia a albergar armas nucleares, lo que provocó agrios conflictos políticos internos).

Pero concentrar los recursos en el frente asiático sólo es posible con una condición: Europa debe asumir plenamente los costes de contener a Rusia. Esto significa, en primer lugar, que debe invertir masivamente en rearmarse y construir una fuerza militar autónoma capaz de resistir un enfrentamiento convencional con los rusos, sin requerir la intervención directa del ejército estadounidense. El proceso, liderado por Alemania y los antiguos países soviéticos, Polonia a la cabeza, ya está en marcha, como atestigua la implicación masiva de la UE en el conflicto ucraniano, pero tendrá que avanzar mucho más rápido y tendrá graves consecuencias socioeconómicas. En efecto, el keynesianismo de guerra (las monstruosas inversiones -y los beneficios correspondientes- que tendrán que hacer las industrias bélicas europeas para fabricar armas en cantidades muy superiores a las actuales) no podrá absorber los efectos de la liquidación paralela e inevitable de cualquier resto de keynesianismo social: caída del empleo, recortes salariales y mayor deterioro de los servicios sociales (sanidad, educación, pensiones, etc.).

En otras palabras, para defender el american way of life, Europa tendrá que decir adiós a su propio estilo de vida, construido en las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, sustituyéndolo por una especie de economía de guerra, una condición que habrá que legitimar con dosis masivas de propaganda contra la amenaza que viene del Este, para convencer a la gente de que se apriete el cinturón y quizá se aliste en ejércitos que hay que volver a hacer masivos. Italia está predispuesta a encajar en este contexto desde 1954, cuando firmó un tratado bilateral con Estados Unidos, cuyo texto (nunca hecho público) regula cómo deben utilizarse las bases estadounidenses en nuestro territorio. "Limes" revela que, según Wikileaks, en 2008 Washington vetó la divulgación del documento en cuestión, porque temía que su contenido, que sancionaba el papel de Italia como servil a cualquier exigencia operativa del patrón estadounidense, pudiera provocar reacciones negativas en la opinión pública.

Concluyo este repaso al contenido del número 3 de "Limes" con una observación que la revista no hace, pero que está implícita en lo dicho hasta ahora: al delegar en Europa la tarea de autogestionar su propia seguridad, Estados Unidos mata dos pájaros de un tiro: No sólo aligeran su propio compromiso en el Viejo Continente para centrar su atención en Asia, sino que asestan un golpe formidable a la capacidad competitiva de la economía europea, cada vez más reducida a un tiesto de esquirlas entre los dos gigantes en pugna y privada de las oportunidades de desarrollo que le habría ofrecido la colaboración con Rusia y China.

El escenario geopolítico como enfrentamiento mundial

Parto del planteamiento "a lo George Kennan" que "Limes" parece sugerir a Estados Unidos para salir del callejón sin salida al que le han conducido sus contradicciones. Es un planteamiento racional: renunciar a ambiciones de dominación absoluta para preservar una posición de relativa superioridad. Demasiado racional, en el sentido de que la razón geopolítica no tiene suficientemente en cuenta el poder del factor económico y del factor religioso. Por un lado, el fin de la globalización genera tales repercusiones en una economía que décadas de neoliberalismo han financiarizado y terciarizado, debilitando su base industrial, que sólo una guerra parece capaz de reconstituir las bases de una reactivación de la acumulación y de los beneficios. Por otra parte, el mito fundacional del excepcionalismo estadounidense, la misión de imponer su modelo político y cultural al mundo, se basa en una narrativa de tipo religioso refractaria a cualquier crítica racional.

Aunque la lógica marxista ortodoxa tiende a centrarse en el primer factor, personalmente creo que este factor podría (condicional reforzado por muchos signos de interrogación) verse parcialmente disminuido por las limitaciones impuestas por las exigencias de la supervivencia. Permítanme explicarlo con un ejemplo: el capitalismo italiano, al aceptar las normas de la UE, ha sufrido una drástica reducción, pero ha preferido aceptar esta "diminutio" antes que enfrentarse a los retos de una elevada tasa de conflictos de clase. Permítanme intentar generalizar el ejemplo: los capitalistas individuales siguen la lógica de la búsqueda del beneficio inmediato, al margen de cualquier consideración social, ética, medioambiental, etc. Pero el poder político que encarna los intereses generales de la clase dominante puede y debe sacrificar los intereses inmediatos a los intereses estratégicos. Lo que digo es que, en determinadas condiciones, el Occidente capitalista podría aceptar una coexistencia conflictiva con las economías emergentes sin pasar necesariamente por una guerra devastadora de resultado incierto, que corre el riesgo de conducir a la extinción de la humanidad. No ocurre lo mismo con la locura religiosa de la cultura neoconservadora. La monstrificación del enemigo, presentado como el mal absoluto, no es sólo una narración ideológica (sin olvidar que la ideología -detalla Lukacs- es en sí misma un formidable poder material), es el resultado de una visión delirante dispuesta a desencadenar el Armagedón nuclear para no rendirse a las fuerzas del Mal.

Dicho esto, el enfrentamiento entre Occidente y el campo antiimperialista (China y otros países socialistas, los Brics y la propia Rusia, en la medida en que se defiende de la agresión de la OTAN) es hoy de hecho la forma principal, si no la única, de una lucha de clases que, a medida que se ha ido apagando en los centros tradicionales del capitalismo, ha ido tomando cada vez más la forma de un conflicto territorial entre el Norte y el Sur. ¿Significa esto que las fuerzas anticapitalistas de los países occidentales no tienen más remedio que observar este conflicto, alentando la victoria del Sur? Por supuesto que no, pero para definir "qué hacer" tenemos que abandonar la ilusión nostálgica de revivir la lucha de clases en sus formas históricas. Entonces, ¿cómo redefinir el campo de batalla?

En primer lugar, hay que decir que la inmiseración de las clases trabajadoras en EEUU y Europa no es, en sí misma, una condición suficiente para provocar una situación revolucionaria. Mucho más importante, desde este punto de vista, me parece la pérdida radical de legitimidad de nuestros sistemas políticos, dado el divorcio sustancial entre la libertad (totalmente aplanada sobre los derechos del individuo propietario) y la democracia (reducida a un conjunto de rituales procedimentales y transformada de facto en una oligarquía censitaria). La mayoría de los ciudadanos son conscientes de ello (véase la caída vertical de la participación electoral), cuyo malestar y cólera, sin embargo, no se ven representados debido a la "inversión ideológica" antes mencionada: la izquierda convertida en la expresión de las clases medias y altas y la emigración del consenso de las masas populares hacia los movimientos populistas de derechas. En esta situación de transición sin salida (una condición peligrosa que Gramsci definió con la frase "lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer"), agravada por el agravamiento del riesgo de guerra global (ya en marcha a nivel virtual y peligrosamente cerca de convertirse en real), la ira de las masas puede ir en dos direcciones: encontrar una salida en la exaltación belicista suscitada por la propaganda, o volcar su demanda de salvación, seguridad y democracia hacia los populismos. La segunda alternativa sería un callejón sin salida (una revolución pasiva de memoria gramsciana) si la hegemonizaran los populismos de derechas, pero podría ser la antesala de la revolución social en presencia de movimientos políticos coherentemente anticapitalistas.

 

(*) Carlo Formenti, sociólogo, periodista, escritor y militante de la izquierda radical. Graduado en Ciencias Políticas en la Universidad de Padua y de formación marxista, en los años 70 formó parte del Gruppo Gramsci, nacido de la desintegración de la PCdI. De 1980 a 1989 fue editor en jefe de la revista cultural mensual Alfabeta, y trabajó también en la editorial cultural de L'Europeo, así como en la de Corriere della Sera. Formenti es autor de numerosos ensayos sobre temas políticos y sociales y mantiene el blog "Per un socialismo del secolo XXI".

Fuente: Sinistrainrete, 5 de mayo de 2024: https://sinistrainrete.info/geopolitica/28010-carlo-formenti-perche-l-america-fatica-a-mantenere-il-dominio-globale.html

Traducción: Antoni Soy Casals


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