NOROÎT (1976) (Une vengeance), Jacques Rivette.

Decidirme a escribir sobre una película que complementara este reestreno me mantuvo varios días inquieta. Rivette resulta un firme poseedor de un cine tan fascinante, como algo desconocido –al menos en España–, que puede llevarte de la mano al delirio instantáneamente o que necesita un segundo visionado por su complejidad para sucumbir irremediablemente a ese orbe rivettiano imaginario, sugerente e hipnótico.

NOROÎT (Une vengeance),(1976). Jacques Rivette. 


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El pasado nueve de mayo ocurría uno de esos acontecimientos irrepetibles y memorables para la historia del cine como ha sido el reestreno restaurado de L’Amour fou (1969), de Jacques Rivette (1918-2016), exponente de la Nouvelle vague –sin embargo, el que menos eco conserva del núcleo central del movimiento entre el público, que tiene más presentes a otros como Godard, Chabrol o Truffaut– que permeó las inquietudes y exigencias del entonces irreductible “Mayo del 68” en ella junto a otros como Jean Eustache. Un éxito para la comunidad cinéfila equiparable a la restauración de “La maman et la putain” (La madre y la puta, 1973) del citado Eustache, presentada en 2022 en Cannes Classics o la inminente del catorce de mayo en ese mismo festival, con una nueva reconstrucción de siete horas del inmensurable y jamás definitivo Napoléon (1927), de Abel Gance. ¿Éxito o fracaso de una industria cinematográfica que echa la vista atrás resucitando películas fundamentales por un presente yermo o un homenaje y reconocimiento necesarios de las mismas? Va savoir.

Decidirme a escribir sobre una película que complementara este reestreno me mantuvo varios días inquieta. Rivette resulta un firme poseedor de un cine tan fascinante, como algo desconocido –al menos en España–, que puede llevarte de la mano al delirio instantáneamente o que necesita un segundo visionado por su complejidad para sucumbir irremediablemente a ese orbe rivettiano imaginario, sugerente e hipnótico. Entiendo esa alucinación que hizo surgir una comunidad del director como consecuencia de su obra considerada de culto, minoritaria, provista de un metraje marcado por la desmesura e incontinencia de su duración –incomprendido en muchos momentos, pero influyente en los últimos años en las dilatadas películas de “El Pampero cine” en Argentina–; de ahí que mi elección debería responder a elementos muy próximos a la vida y trayectoria del director francés. Su monumental proyecto del cuadríptico llamado Scènes de la vie paralèlle (en torno a mujer y mitología) comenzaría con el inefable “dueto” Duelle (une quarantaine) y la que nos ocupa, Noroît (une vengeance), ambas de 1976, pero, debido a problemas personales por agotamiento del realizador se interrumpiría por años. Su inicial intención fue rodar las cuatro seguidas y luego editarlas según orden de estreno. El rodaje de la tercera (que sería la primera arte de la serie) le llevaría a un colapso nervioso, lo cual supuso que editara estas dos ya terminadas in extremis. Duelle tendría un breve recorrido y Noroît no llegaría siquiera a estrenarse en su momento lamentablemente para las dos. Prevista en origen como la tercera de la tetralogía –que estaría compuesta cronológicamente por una historia de amor, otra de cine negro, una de aventuras, para culminar con un musical– creo necesario otorgarle el sitio que merece a Noroît (Viento del norte) al constituir una experiencia cercana al éxtasis para mí en diversos momentos.

Jacques Rivette conjuga con maestría un cine intemporal, aderezado o más bien embriagado por el teatro –numerosas películas lo tienen como piedra angular como L’amour fou (1969), L’amour par terre (1984) o Va savoir (2001), por poner algunos ejemplos– al que se entrega denodadamente y que marca su trayectoria después de haber sido ayudante de dirección de Renoir o Becker. “Todas las películas tratan sobre el teatro, no hay otro tema”, decía en una entrevista en “Cahiers du cinéma”, evidenciando su manera de entender el cine con vasos comunicantes perennes con éste y su supeditación a él, tal como le ocurre a Sokúrov con la pintura y el cine. El crítico y teórico cinematográfico caería de nuevo en la misma piedra después del fracaso Paris nous appartient (Paris nos pertenece, 1960) que le obligó a postponer años su carrera al no apartarse de sus pilares.



Su cine enigmático, edificado alrededor de misterios, conspiraciones (muy influenciado por los seriales silentes de Louis Feuillade), más arriesgado que el de sus coetáneos –salían en sus películas, como en su ópera prima o Le coup du berger, algo común en la Nouvelle vague la autorreferencia al movimiento y apoyo entre ellos– le pasó factura, pero le afianzaron en su singular forma de entender el cine, nada convencional, experimentando continuamente con formas narrativas y visuales antes inexploradas, que consolidaron un sello el cual fue creciendo en puesta en escena y relatos que llegarían a la cima conviviendo entre lo onírico y lo fantástico; reverenciando un cine con alta innovación estética atravesado por escenarios barrocos, cuidados al detalle y un elenco de intérpretes, sobre todo mujeres, a las que rinde homenaje en gran parte de su filmografía. Bernadette Lafont, la musa de la Nouvelle vague, comentaría en una entrevista de 1977 que la extraña androginia de su papel en esta película nunca apareció en el cine francés antes de Rivette. Él le cambiaría la forma de actuar, considerando sus películas una revolución cultural.

Puesta en escena y Rivette van de la mano, término indispensable en su forma de concebir el séptimo arte, a través de una representación continua de la vida y eso se nota en la calidad de su obra. No firmaba como director sus películas, sino que aparecía su nombre después de mise en scène, hecho que denotaba un modus operandi altamente reflexionado y que desembocaría en su cine cuidado, construido con escenarios de influencia teatral y personajes deliberadamente colocados en ellos como en ésta de Noroît. Película dotada de planos secuencia largos, con movimientos fluidos de cámara que siguen a los personajes y que nunca parecen terminar –su principal montadora, Nicole Lubtchansky, hablaba en una entrevista de su especial forma de rodar, elongando cada plano como si fuera una película en sí, esperando sin temor que no ocurriera nada u ocurriera algo– formulando un conjunto sugerente, a la par que extraño.

Noroît (une vengeance) fue una adaptación de la obra jacobina The Revenger’s Tragedy de Thomas Middleton (1606) (en su momento atribuida a Cyril Tourneur, que aparece en créditos iniciales), a la cual Rivette hace mutar en plena efervescencia del movimiento feminista los protagonistas masculinos por mujeres duras, con hombres a su servicio y que se enfrentan entre lo irreal y lo fantástico tal como lo hicieron la Reina de la luna y la Reina del sol en Duelle. Un relato menos largo de lo acostumbrado en su cine rodado en las islas de la Bretaña representando el Atlántico en el que en una época de piratas, saqueo y contrabando, Giulia (Bernadette Lafont) es la que dirige a un grupo de saqueadores que viven en un hermoso castillo y que ha asesinado al hermano de Morag (Geraldine Chaplin), la cual quiere vengar su muerte a toda costa. El título hace alusión al viento del norte en ese ambiente con el mar como escenario perenne, salpicado por el bello y filmado de forma excepcional por William Lubtchansky promontorio donde se alza el castillo y sus habitantes. Subrayado por ese hermoso plano dorsal de la vigía vestida de negro con un rifle que vigila los movimientos de los enemigos subida en una roca en medio del agua.

Rivette dota de una intemporalidad deliciosa a la historia en la que los constante elementos de atrezzo o indumentaria anacrónicos, tales como armas más actuales, trajes brillantes de piel acampanados, tacones femeninos, tecnología más moderna, barcos de los setenta, no chirrían en ese corpus tan singular que resulta ser Noroît. Ejercicio de estilo, homenaje a la mujer emprendedora, vengativa, inteligente, con fortaleza física y mental, que sostiene el guion con su carga andrógina y femenina a la vez.

Ejercicio que explora en la experimentación narrativa sustentada en un arco narrativo discontinuo, fragmentado en estructura teatral a través de actos y cuadros que se detallan por escrito rindiendo tributo a la obra jacobina, a la que también homenajea con ese teatrillo en mitad de la narración en el salón del Castillo o con la introducción de textos en inglés en varios momentos. Ingredientes habituales en el cine rivettiano como complots, búsqueda de tesoros, aventura, lo fantasmagórico, y las tramas irreales urdidas por los cómplices de su cine sobrenatural se dan cita en esta historia con poso del cine clásico hollywoodiense, al que admiraba el director francés (en especial a Howard Hawks y Fritz Lang). Conserva el espíritu del personaje central de Anne of the Indies (La mujer pirata, 1951), de Jacques Tourneur, así como el de la suntuosidad y escenarios de Moonfleet (Los contrabandistas de Moonfleet ,1955), de Lang, a los que aporta su identidad de la puesta en escena complementada con sonidos constantes (el traje de Giulia, el mar, los pasos, tela rasgándose), la música diegética de instrumentos alternativos en directo, que parece improvisada y que marca la forma de comportarse y moverse de sus moradores. Un producto muy estilizado de una modernidad inagotable sustentado por interpretaciones de los actores y actrices con bellas maneras, coreografiados, aportando esa sensación de irrealidad tan atrayente. Un cine en el que se fusiona con gran eficacia música y danza, en la que hasta las luchas a muerte tienen un sello ensyado y planificado en torno al baile aportándole una especial aura al tramo final nocturno cercano al delirio con luna llena; marcado por esa banda sonora inquietante y disonante de los tres músicos que vemos en el plano constantemente rompiendo los moldes tradicionales y que asisten a la venganza de Morag en una atmósfera cargada de fantasía, desdoblamientos y muerte extática.

Rivette, un realizador insustituible, conocedor del cine, ensayista, que cultivó una desmedida pasión por el séptimo arte, que le llevó a no saber cortar sus historias como en Out 1: Noli me tangere (1971) por el miedo a que perdieran su sentido, dejando para la historia del cine obras descomunales en metraje y en atrevimiento, tan experimentales como malditas y estéticas, acreedoras de una perspectiva del cine sin igual de este cineasta libre e independiente.

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