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Desde hace unos años, cierto cine fantástico ha patentado la idea de que lo monstruoso no es más que un gran guiñol en el que los seres deformes del circo acaban siendo entrañables en medio de atmósferas que pretenden resucitar viejas esencias góticas transformadas por el filtro postmoderno. No hace falta ir demasiado lejos, solo cabe explorar esa corriente que transitan desde Guillermo del Toro hasta Yorgos Lanthimos para hallar ciertas apariencias de monstruosidad. ¿Qué pasa cuando esta monstruosidad se manifiesta con toda su crueldad y sin concesiones? ¿A que tradición remite esta monstruosidad? Si exploramos un poco en la historia del cine y nos quedamos por un momento en una figura como Erich Von Stroheim nos situaríamos en otro terreno. En una película como Avaricia, la pulsión del dinero destruye a los seres humanos, los atrapa en una espiral que conduce a la locura y a la destrucción. En tiempos del cine mudo no había espacio para la nostalgia, ni para el simulacro. El filósofo Gilles Deleuze habla de la existencia de una imagen pulsión para referirse a aquello oculto que cierto cine de raíz naturalista saca a la luz, pero también habla de la felure, entendida como una tara interior que lleva a los personajes hacia la pobreza moral.

The Girl With The Needle de Magnus Von Horn es una excelente película danesa que se pregunta si es posible recuperar lo que queda del naturalismo en nuestro presente. Y lo hace partiendo de una historia real situada en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Las imágenes en blanco y negro nos trasladan al territorio del más puro melodrama. Con un pulso admirable y un impagable sentido de una sordidez que no admite concesiones, Magnus Von Horn nos invita a conocer la historia de Karolina, una chica miserable que no puede pagar su pensión, que vive en las alcantarillas de la sociedad porque su marido ha marchado al frente y no sabe nada de él. Un día, conoce a un chico rico que la deja embarazada. Cuando empieza el proceso de gestación aparece el marido y el padre rico para no perder sus privilegios de clase, abandona a Karolina. El marido lleva las heridas de la guerra en su rostro, es un gueule-cassé –cara destruida– transformado en un auténtico monstruo físico, en un freak de barraca de feria. Von Horn decide en su película buscar la manera de confrontar esta deformidad física con la deformidad moral de la época y, en concreto, con la deformidad moral de un mundo en el que la pulsión de muerte está presente. Karolina conoce a una mujer que compra niños no deseados pero no sabemos cuál es el destino de estas criaturas. Todo va oscureciéndose de forma progresiva, Karolina podría ser una pobre víctima sin posibilidades de alcanzar la redención, pero la película va por otro lado. La mujer que compra hijos también podría ser Vera Drake, protagonista de una conocida película de Mike Leigh, o de La infanticida, un sórdido drama de finales del XIX escrito por Víctor Català. Sin embargo, estamos en ese mundo terrible, en el que la caricatura no es la del gran giñol postmoderno, ya que está más cerca de esas otras caricaturas deformes de la sordidez que en plena República de Weimar reflejaron la pintura de Otto Dix o de George Grosz. No es la película que recomendarías a un amigo, pero no deja de ser una obra excelente, sin concesiones.

Àngel Quintana

Realizador sueco instalado actualmente en Polonia, Magnus Von Horn cuenta aquí una historia situada en Dinamarca, basada en el caso real de una mujer (Dagmar Overbye) que recogía niños de mujeres que no podían hacerse cargo de ellos, para luego matarlos, culpable de 25 asesinatos de bebés entre 1913 y 1920. Pero la verdadera protagonista de la historia fílmica, y conductora de todo el relato desde un escrupuloso respeto al punto de vista narrativo, es la joven Karoline, figura central de un film que navega muy deliberadamente entre el melodrama canónico y el horror gótico. Víctima de la pobreza y de la explotación sexual por parte del dueño de la fábrica en la que trabaja, Karoline pasa por todas las calamidades imaginables (incluido el reencuentro con su marido, que regresa de la Primera Guerra Mundial convertido en un gueule-cassé; es decir, con la cara destrozada y convertido en un monstruo que acaba sus días ofreciéndose como freak en un circo) y termina por caer en la telaraña ‘protectora’ de la asesina, que la convence para hacerse cargo de su bebé. En un blanco y negro espléndido, y en formato 1:1,66, la imagen del film es trabajada a conciencia por una fotografía y unos escenarios de manifiesta influencia expresionista, con lo que la película pronto se aleja de un naturalismo dickensiano para adentrarse en el territorio de una pesadilla terrorífica que Von Horn lleva hasta el extremo, de forma acumulativa y algo tramposa (sobre todo, por la expectativa sensacionalista que genera el plano cenital que muestra el resultado de la última decisión de Karoline para tratar de escapar). Cabe preguntarse si realmente hacía falta arrastrar tanto por el fango, por la humillación, por la derrota y por la victimización a una heroína prototípica del melodrama, en lo que termina siendo la vertiente más dudosa de la película, pues acaba por dar la impresión de que el cineasta disfruta maltratando a su personaje.

Carlos F. Heredero