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lunes, mayo 13, 2024

"CASTILLA, O EL SEPARATISMO TRASCENDIDO"

  Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

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"CASTILLA, O EL SEPARATISMO TRASCENDIDO"


EL siglo X es una de esas épocas en que la Historia cambia de faz. Un seísmo político conmueve y trastorna la geografía de España. El reino de León se ahíja en comarcas que, si en un principio le son tributarias y dependientes, poco a poco van cobrando soberanía y llegan incluso a oponérsele, de igual a igual, con guerras fratricidas. Así nacen Navarra y Castilla.


En realidad, fueron dos actos separatistas de la unidad hispánica, amortiguada en la conciencia de las gentes tras dos siglos de extraño predominio musulmán. Después, andando los años, Castilla, merced al impulso genial que le diera su primer conde independiente Fernán González, adquiere rango primacial en la política española. Es que salvó la fase peligrosa de todo separatismo —aquella que se cifra en reconcentrarse y aislarse— para verterse como un río salido de madre hacia las tierras islamizadas. De este modo, Castilla, que era, a comienzos del 900, un «pequeño rincón» —como canta la gesta—, se trueca, al cabo de dos siglos largos, en el mayor reino cristiano de la Península.


Cuando muere San Femando, en 1252, ya se prevé con clara perspectiva la proyección castellana sobre la entera geografía ibérica.


Hay épocas en que los minúsculos problemas locales se erigen en norma de acción nacional. Así, en el siglo X, el ansia de libertades concretas y peculiares hace de Castilla —del conde de Lara— un feudo. Porque espíritu feudal, particularista, local, fronterizo, alienta en Fernán González, como antes en su padre Gonzalo y antes aún en Nuño Rasura y Laín Calvo. Cierto que la política central de León no era la conveniente a Castilla; pero desde un punto de vista patriótico, ¿no correspondía a los primates de aquella hora procurar la transformación administrativa del Estado español que en León tenía sede, antes que desgajarse de la hermandad histórica que exigía marchar unidos hasta recobrar la total libertad de la Península? Pero Fernán González, que fué un genio de la guerra y un habilísimo político local, procedía por ambición personal de señorear con plena autonomía. ¿A qué obedecer al rey leonés, cuando tan fácil y tan gustoso era hacerse él mismo su reino? Y así lo hizo.


Enjuiciada hoy su conducta, se nos ofrece en dos aspectos: como vasallo del rey de León, Fernán González fué desleal y díscolo, aunque su intención no persiguiera otra finalidad —así nos lo aseguran sus panegiristas— que modernizar según el entonces contemporáneo patrón feudal la absurda organización administrativa del reino. Pero se olvida que lo que hizo Fernán González fué algo más que descentralizar la administración; formó pura y simplemente un nuevo reino frente a León. Partió en dos la España cristiana de occidente.


Otro aspecto de Fernán González, y el que le da carácter de héroe nacional, es su pertinaz y nunca desfallecida tensión guerrera contra el imperio islámico. Jamás contemporizó con los invasores. Contra ellos afiló siempre su lanza y ni se arredró de enfrentarse a la vez contra el infiel y contra los reyes cristianos que con el infiel pactaban. En este sentido Fernán González es el arquetipo del Cid, que un siglo más tarde le imita y le hereda coraje, bríos y fortuna guerrera. Frente a los Ansúrez —condes castellanos que defendían la unión y la obediencia al rey leonés— y frente a los Velas —señores de Vizcaya que apoyaban la conducta de los Ansúrez—, Fernán González triunfa porque era mejor capitán y sabía granjearse con liberalidades y exenciones tributarias a los conventos y al pueblo llano.


Fué, por eso, Fernán González un auténtico caudillo popular. Acabó con todos los condados que le hacían sombra en Castilla y convirtió al pechero y siervo de la gleba en hombre de armas tomar, esto es, en caballero. Esta fué, seguramente, la razón de su triunfo. En todos los tiempos llevará las de ganar aquel que con mano más firme haga justicia al pueblo. Anular a los iguales y atraerse a los inferiores es medida de buena política. Y así lo comprendió y llevó a término el fundador de Castilla la gentil.


Pero Castilla no se conformó con separarse de León, sino que se lanzó á absorbérselo, y esta es su gloria histórica. De una rebeldía—que sola y en sí circunscrita puede ser juzgada como traición —hizo una empresa imperialista para cobrar las riendas de España. Si en León se habían olvidado de la misión unificadora, Castilla la tomará como suya. De separatista se hará integradora, de feudal se convertirá en nacional, de Castilla —«pequeño rincón»— crecerá a personalizar la Patria toda. Castilla llega a ser sinónimo de España. He aquí cómo supo trascender esta comarca. Y parecidamente la estirpe de su Fundador ascendió de quebrantadora a instauradora de monarquías.


Y es que Castilla no sometió a las demás regiones para beneficiarse de ellas ni las consideró nunca de calidad más baja, sino que fué ganándolas para el destino supremo de que juntas con ella constituyeran la gran unidad histórica de España.


Por esa virtud imperial se distingue Castilla en la Historia, y por ella su milenario se convierte en festejo nacional. Castilla dió a España idioma, carácter, rumbo...



Bartolomé Mostaza




Monasterio de San Pedro de Arlanza (Burgos), lugar donde tuvo efecto la famosa batalla de Fernán González.




"ESTAMPAS DE FERNÁN GONZÁLEZ EN EL MILENARIO DE CASTILLA


 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas



"ESTAMPAS DE FERNÁN GONZÁLEZ EN EL MILENARIO DE CASTILLA


De lo temporal a lo eterno


ALLA van diez siglos castellanos, como diez patriarcas de la Escritura entre rebaños bíblicos; como diez guerreros de «La Ilíada», entre carros homéricos; como diez ángeles de Anunciación, entre un batir de alas y con la salutación celestial: «¡Ave, María!»


Custodios de Glorias y Legionarios de Quimeras, sólo pueden contemplarlos los visionarios y sólo oírlos en éxtasis. Mas sus pasos por el suelo claman al cielo y dan vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos... El Milenario de Castilla es el Evangeliario de España.


La ecuación entre cielo y suelo preside todo el Génesis castellano. Del concepto de vida terrenal, pobre, mísera, sin alas ni galas, surge la conciencia de vida espiritual, alada de ascetismo, engalanada de inmortalidad.


Del clima terrenal, el clima moral. Como anota Menéndez y Pelayo, Castilla no sensibiliza lo espiritual, sino que espiritualiza lo sensible. En Castilla, lo temporal se unge de eterno.



La leyenda y la Historia


En el Génesis nacional, flotan las nieblas aborígenes en una masa de asteroides; hasta que cristaliza Fernán González, sol del sistema planetario. La Historia y la Leyenda se lo disputan, reinas enamoradas de este primogénito de la Gloria, que embriaga a los historiadores con el licor de los poetas y pone en los romances el acento genuino del testimonio.


En él se dan los atributos de soberanía, gobierno y mando, en sus tres dimensiones castellanas. «La Fe», a cuyos impulsos misioneros mete el estandarte cristiano morisma adelante, desde el Arlanza al Duero, desde Giafar hasta Almanzor. «La Patria», por cuyas grandezas sufre el desvío de los pueblos y el poderío de los reyes, desde las revueltas de Roa y Osma a los expolios que le imponen Ramiro II, de León, y Sancho el Craso, de Navarra. «El Honor», príncipe del Deber, que encarna en el Protocaballero castellano, fundador de Castilla, precursor del Cid, maravillas de Leyenda y prodigios de Historia, en diez siglos que son Decálogo de la Raza.



«El juicio de Dios»


Fernán González, irritado, despacha al mensajero de Sancho Abarca, estrujando la carta real, donde se le apremia en tributos y se le humilla en trato. Y, a caballo, frente a las huestes castellanas, entra por campos de Navarra, como un río en desborde. El rey acude con los suyos, más numerosos. Ambos Ejércitos se acometen con furia igual. Y, desde la mañana a la noche, la sangre entinta armas y hombres.


Mas la victoria está indecisa. En la tregua que impone la oscuridad, las tiendas del conde y del rey celebran consejo apremiante. ¿Hasta cuándo proseguir la terrible matanza ambas huestes? ¿Para cuándo el combate personal de sus caudillos, la decisión del «juicio de Dios»?


De la tienda del conde a la del rey cruza, entre hachones, Tello Núñez, con el cartel de desafío. De la del rey a la del conde, un reguero de luces y soldados lleva el asenso del monarca.


A la aurora, clarines, atambores. Ambas huestes, en línea de batalla, banderas al viento. Ambos jinetes, lanza en ristre, se acometen, espoleando los caballos. La acometida es tan furiosa que caen los dos a un tiempo, derribados y malheridos. El rey muere allí, sobre el campo. El conde, no sólo se levanta, sino que pide y monta otro corcel y acude valerosamente contra el vengador del rey, un bravo noble tolosano, a quien del primer bote de lanza deja sin vida.


Alaridos de victoria en los del conde. Silencio en las filas del rey. Fernán González, doblemente vencedor, otorga al enemigo la gracia de una retirada portando los cadáveres de sus príncipes. Y en viendo cómo los del rey se alejan, con las banderas abatidas, el conde aterra con el guantelete el mandoble, lo alza, entre sus banderas desplegadas, y proclama a los cuatro vientos el «juicio de Dios».


—¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Adelante con la victoria! ¡Dios lo quiere!



El vado de  Carrión

Ayer, navarros; hoy, leoneses. Castilla, la menor, está fraguando su grandeza, en una rotación militar y política, con las artes del Romancero:


«Castellanos y leoneses

tienen grandes divisiones.

El conde Fernán González

y el buen rey don Sancho Ordóñez,

sobre el partir de las tierras

y el poner de los mojones.»


Apenas frente a frente, tiemblan furiosos y coléricos. Se insultan con dicterios terribles. Echan mano a las espadas. Los monjes intervienen pidiendo tregua.


«Pónenlas por quince días,

que no pueden por más, non,

que se vayan a los prados

que dicen de Carrión.»


Si mucho madruga el rey, partiendo de León, no duerme el conde, partiendo de Burgos. Se juntan en el vado de Carrión, y al pasar el río, el conflicto


«Los del rey, que pasarían,

y los del conde» que non.»


Aquí el Romancero castellano da «el do» de pecho épico-lírico, entre crónica de testigo y epopeya de invención:


«El rey, como era risueño,

la su mula revolvió;

el conde, con lozanía,

su caballo arremetió;

con el agua y con la arena

al buen rey ensalpicó.»


¡Quién oyera al monarca, demudado, iracundo, fiero, amenazar de muerte al conde! ¡Y quién al conde, osado, replicar que el rey no cumple las pactadas treguas!


«Así hablara el buen rey:

— Yo las cumpliré de grado.

Pero respondiera el conde:

— Yo de pies puesto en el campo.»


Entonces, ante la firmeza del conde, enérgica, compacta, vertical, como un monolito, el rey no quiere pasar el vado de Carrión y se vuelve a sus tierras «enojado malamente».


«Grandes bascas va haciendo,

reciamente va jurando

que había de matar al conde

y destruir su condado...»


CRISTOBAL DE CASTRO






Iglesia de San Esteban, que fue primera catedral de Burgos






... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (V)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (V)


V CASTILLA, MADRE DE ESPAÑA


Hasta aquí sólo ha cantado nuestra emoción histórica las glorias militares de la Castilla naciente, la gesta política de su caudillo unificador, el sentimiento religioso que es nervio de su pujante nacionalidad y la creación de su lengua como el mas firme cauce de la expansión de su espíritu. Pero todo es, como si dijéramos, el poema de la niñez y de la juventud. Y si la Castilla niña ya presagia tales grandezas, la Castilla cuajada y madura, la Castilla matrona, es la madre de España. Esta maternidad, esta tutela es toda nuestra historia. Ningún otro núcleo peninsular —y todos tienen gallardas ejecutorias—puede sentirse celoso de que Castilla lo haya afiliado bajo su propia sangre, porque a la postre todos, con sus glorias y sus tradiciones, con su patrimonio histórico y artístico, forman esta ínclita nacionalidad común que se llama España.



La construcción nacional


Así, del condado independiente que ahora conmemoramos, surge la primera monarquía castellana, que ya se funde con la leonesa y asume el timón y las riendas del destino de la Patria. Porque si es verdad que aun apunta en el siglo XI la concepción imperialista leonesa, la España que se vislumbra como hegemónica es la gran España del Cid, en la que se acusa ya con personalidad fuerte el tipo definitivo del caballero cristiano español. Y la robusta concepción de Fernán González, el gran sueño de reconquista y población de la España irredenta, entra en vías de realidad cuando alborea el siglo XIII con fervor de cruzada y de combate. Y las Navas es una primera realización conjunta del ideal de la cristiandad unida que capitanea Castilla. Y San Fernando es el mejor y el más genial de los campeones castellanos, que sabe hacer una nueva Castilla de las fértiles tierras de la Bética y comprender la necesidad de una España reconquistada y unida para la cruz.


En el siglo XIII ya Castilla es más de la mitad de España, y la Providencia empieza a tantear la unidad total de las tierras peninsulares. Es que la nueva raza ha impregnado de su temple y de su carácter todo el viejo solar; es que ha surgido como un nuevo ser hispánico; es que se prepara ei nuevo parto de la madre Castilla, que sabrá, en el siglo XV, fundir en el amor conyugal de una reina y en la sangre de su herencia, la otra media naranja del Estado aragonés. Por espacio de cinco centurias Castilla ha gestado a España desde que echó en el surco la simiente el genio político de Fernán González. Y cuando la da a luz, tras el antiguo y el nuevo dolor, es ya tan fuerte y robusta que unos años bastan para que se acabe la alarma de frontería, para que pase al olvido la zozobra de los jinetes del Islam, para que ya no hagan falta más castillos y la cruz domine, señera y pacífica, el panorama feliz de todas las tierras de la Patria.


Por Castilla ha nacido España. La España de los grandes destinos, que por llevar en la sangre aliento vital de Castilla sabrá a su vez ser todavía más fecunda. Los castillos ya no hacen falta, porque cada español de aquella nueva edad, es en sí como un castillo, como una fortaleza espiritual. Y la nueva línea estratégica, es, por así decirlo, interior. Está dentro de la conciencia, y la forman todos los españoles abrazados en una misma unidad de destino. Castilla, con la fuerza etimológica de su apelativo, pesa sobre el espíritu de nuestros hombres del siglo XVI, sobre nuestra legión de héroes y apóstoles, que están predestinados a ser lo que soñara desde sus murallas avilesas la mística doctora castellana, la gran maestra y estratega de las batallas del alma. Hombres de espíritu, hombres fuertes que han dominado su propia voluntad, hombres hechos a todos los combates internos, hombres que han asaltado su propio castillo y han sabido ir conquistando una a una sus moradas...



El Imperio


Con estos hombres, Castilla—España—alumbra feliz el imperio de la hispanidad. Y es España en Europa un nuevo y colosal castillo, baluarte de la unidad religiosa, con el que tiene a raya al monstruo de la herejía que amenaza destruir la catolicidad de la Iglesia.


Y es España, en América, la nueva fortaleza de la apostolicidad ecuménica de la fe, para la que gana tierras donde el sol no encuentra ocaso. Allí lanza su legión de cesares, el poderío de sus naves y todos los ejércitos de su mejor cruzada. Allí trasplanta su fe religiosa. Allí acude también el enjambre laborioso de sus monjes y de sus apóstoles. Allí impone su lengua de imperio. Allí alumbra, en fin, veinte naciones para la civilización, que aun hoy día, en que han llegado a su mayoría de edad, forman con la madre patria la más pujante federación espiritual del poderío hispánico. América fue por España, por Castilla. Hasta allí llegaron las consecuencias políticas del pequeño Estado que nació hace mil años. Hasta allí culminó el gesto de Fernán González. El diminuto condado fue transformado, por obra y gracia de Dios, en el mayor de los imperios de la cristiandad.


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