NO tendrá nada que ver, pero ha sido cambiar el nombre oficial a Holanda por Países Bajos precipitarse el país por la pendiente que le lleva, precisamente, a convertirlo en uno de los países europeos que han caído más bajo en sus principios de convivencia.

El nuevo gobierno neerlandés se construye sobre la base del populismo xenófobo del Partido de la Libertad. Ya el nombre debería alertarnos porque es una constante que aquellos que se envuelven en proclamas de principios éticos acaban desnaturalizándolas. Así, la auténtica libertad es la propia por encima de la de los demás, el progreso y bienestar lo son en primera persona –la caridad empieza por uno mismo– y la igualdad ya la explicó Napoleón –el cerdo de la Rebelión en la Granja de Orwell, no el Bonaparte–: todos los animales son iguales pero algunos animales son más iguales que otros.

Wilders ha convencido a una parte suficiente de sus conciudadanos de que un país con un 3,6% de paro, con un umbral de probreza cuatro puntos inferior a la media de la UE y ocho al del Estado español, con la cuarta renta per cápita más alta de Europa –por detrás de Luxemburgo, Noruega y Suiza– debe cerrar sus puertas al derecho humanitario de asilo, a la cooperación europea y a cualquier cultura que cuestione la cosmovisión de su tradición calvinista porque su bienestar lo amenazan los otros.

Allá los neerlandeses, dirán con razón; con su pan se lo coman. Pero ocurre que nos están dando a rumiar esa misma hogaza por toda Europa. No alimenta pero hincha la tripa y, cuando el volumen deglutido se vuelve insoportable, el horizonte es una expulsión dolorosa. Es lo que sucede cuando nos dejamos arrendar la inteligencia a cambio de mensajes que estriñen nuestra comodidad poltronera: que acabamos tomando las decisiones a impulso de colon.