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	 Los viajes de Gulliver 
Swift, Jonathan 
Traducción: Pedro Guardi 
Novela 
Se reconocen los derechos morales de Swift, Jonathan. 
Obra de dominio público. 
Distribución gratuita. Prohibida su venta y distribución en medios ajenos a la 
Fundación Carlos Slim. 
	
	
Fundación Carlos Slim 
Lago Zúrich. Plaza Carso II. Piso 5. Col. Ampliación Granada 
C. P. 11529, Ciudad de México. México. 
contacto@pruebat.org 
	
	
 
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PRIMERA PARTE 
VIAJE A LILLIPUT 
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I 
El autor nos relata su historia, la de su familia y su temprana 
inclinación a viajar. Naufraga y salva la vida a nado. 
Llega a la costa del país de Lilliput sano y salvo. 
Es capturado y llevado al interior. 
Mi padre poseía una pequeña hacienda en el condado de Nottingham; yo era el 
tercero de sus cinco hijos. Cuando tuve catorce años me envió a Emanuel, colegio 
universitario de Cambridge, donde residí por espacio de tres años consagrado 
enteramente a mis estudios. Pero como la manutención (a pesar de mis escasas 
necesidades) resultaba muy gravosa para unos medios tan reducidos, entré como 
aprendiz del señor Bates, eminente cirujano londinense con quien permanecí cuatro 
años. Las pequeñas sumas de dinero que de vez en cuando mi padre me enviaba las 
invertí en aprender navegación y diversas áreas de las matemáticas que resultan útiles 
para quienes proyectan viajar, cosa que yo siempre había creído que, un día u otro, 
tendría la suerte de hacer. Cuando dejé al señor Bates, volví con mi padre. Allí, con su 
ayuda, la de mi tío John y la de otros familiares, reuní cuarenta libras y la promesa de 
una pensión anual de otras treinta para mi sustento en Leyden donde, conocedor de 
su utilidad para viajes prolongados, estudié medicina durante dos años y siete meses. 
Poco después de regresar de Leyden, fui recomendado por mi buen maestro, el 
señor Bates, para cirujano del Swallow, al mando del capitán Abraham Pannell, con 
quien estuve tres años y medio, efectuando un par de viajes al Mediterráneo oriental y 
a otros diversos lugares. A mi regreso decidí establecerme en Londres con el apoyo de 
mi maestro, el señor Bates, quien me recomendó a varios pacientes. Alquilé parte de 
una casita en Old Jury. Me casé con la señorita Mary Burton, segunda hija del señor 
Edmond Burton, calcetero de Newgate Street, y recibí una dote de cuatrocientas 
libras. 
Pero a la muerte de mi estimado maestro, el señor Bates, dos años después, al 
tener yo pocas amistades, la clientela empezó a disminuir, pues mi conciencia no me 
permitía imitar los malos hábitos de demasiados de mis colegas. Por consiguiente, 
después de consultarlo con mi mujer y algunos conocidos, decidí hacerme a la mar. Fui 
cirujano en dos barcos sucesivamente y durante seis años efectué varios viajes a las 
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Indias Orientales y Occidentales con los que mejoré mi situación. Empleaba mis horas 
libres en la lectura de los autores antiguos y modernos de primera línea, pues siempre 
disponía de un buen número de libros; y cuando estaba en tierra, observaba las 
costumbres y forma de ser de la gente y aprendía su lengua, para lo que, gracias a una 
memoria feliz, tenía gran facilidad. 
Al serme muy poco rentable el último de mis viajes me cansé de navegar e intenté 
permanecer en casa con mi mujer y mi familia. Me trasladé de Old Jury a Fetter Lane y 
de allí a Wapping, pues confiaba en conseguir clientela entre los marineros, pero no 
me dio resultado. Tras esperar durante tres años a que las cosas se enderezasen, 
acepté una oferta ventajosa del capitán William Prichard, que mandaba el Antelope, 
con destino a los mares del Sur. Zarpamos de Bristol el día 4 de mayo de 1699. Al 
principio la travesía resultó muy propicia. 
Por diversas razones no sería adecuado abrumar al lector con los detalles de 
nuestras peripecias por aquellos mares. Bastará con decirle que durante la travesía de 
allí a las Indias Orientales una violenta tempestad nos arrastró al noroeste de la tierra 
de Van Diemen. Según nuestros cálculos, nos encontrábamos a treinta grados dos 
minutos de latitud sur. Doce miembros de la tripulación murieron por exceso de 
trabajo y mala alimentación mientras que el resto se hallaba muy debilitado. El día 5 
de noviembre, que en aquellas latitudes marcaba el inicio del verano, estando muy 
brumoso, la tripulación divisó un escollo rocoso a medio cable de distancia; pero el 
viento era tan fuerte que nos llevó directamente hacia él y nos estrellamos. Entre seis 
tripulantes arriamos el bote al agua y efectuamos una maniobra para alejarnos del 
barco y del arrecife. Según mis cálculos remamos unas tres leguas hasta que ya no 
pudimos más, extenuados como estábamos por el esfuerzo realizado en el barco. En 
consecuencia quedamos a merced de las olas. Una media hora más tarde una ráfaga 
del norte volcó nuestro bote. Ignoro la suerte que corrieron mis compañeros, los que 
se aferraron al escollo, o los que permanecieron a bordo del barco, pero deduzco que 
todos perecieron. Por mi parte nadé, mientras el viento y la marea me arrastraban, 
según el destino me dio a entender. Con frecuencia tanteaba con las piernas pero no 
conseguía tocar fondo. Casi exhausto y sin fuerzas para seguir luchando, me percaté 
de que hacía pie, y para entonces la tormenta había ya amainado considerablemente. 
La pendiente del fondo era tan suave que caminé casi media milla antes de llegar a la 
orilla hacia, según mi conjetura, las ocho de la tarde. Avancé entonces casi media 
milla, sin descubrir vestigio alguno de viviendas o personas, aunque tal vez mi 
debilidad me impidió verlas. Me encontraba muy fatigado, lo que, junto con el calor y 
la casi media pinta de brandy que había bebido al abandonar el barco, me producía un 
sopor irresistible. Me eché en la hierba, que era muy corta y suave, y me dormí más 
profundamente que nunca; creo que más de nueve horas, pues amanecía cuando 
desperté. Intenté levantarme, pero no lo conseguí. Me hallaba tumbado de espaldas y 
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mis brazos y piernas, junto con mi larga y abundante cabellera, estaban fuertemente 
amarrados al suelo por ambos lados. Noté también varias pequeñas ligaduras por todo 
mi cuerpo, desde las axilas hasta los muslos. Como solo podía mirar hacia arriba y el 
sol empezaba a calentar, la luz dañaba mis ojos. Oí un ruido confuso a mi alrededor, 
pero en semejante postura solo podía contemplar el cielo. Al poco rato sentí que algo 
vivo se movía por mi pierna izquierda y avanzaba suavemente hacia el pecho hasta casi 
la altura de la barbilla. Cuando bajé los ojos tanto como pude, divisé una criatura 
humana que no llegaba a seis pulgadas de altura, con un arco y una flecha en las 
manos y una aljaba a la espalda. 
Mientras tanto, sentí por lo menos cuarenta sensaciones idénticas (o así me lo 
parecían) que seguían a la primera. Estaba tan asombrado que lancé un fuerte rugido 
que les hizo retroceder de pavor. Algunos, como después me refirieron, sufrieron 
heridas a causa de la caída al saltar de mis costados al suelo. Sin embargo, pronto 
volvieron; uno de ellos se atrevió a llegar hasta donde podía divisar toda mi cara y, 
levantando las manos y abriendo los ojos con sorpresa, gritó con voz chillona pero 
clara: «Hekinah degul». Los demás repitieron varias veces estas mismas palabras, que 
entonces no entendí. Como el lector podrá comprender, me sentía muy a disgusto. 
Finalmente, al intentar desatarme, tuve la suerte de romper las cuerdas y arrancar las 
estacas que me ligaban el brazo izquierdo al suelo, ya que, tras elevarlo hasta mi cara, 
descubrí cómo me habían atado. Al mismo tiempo, de un fuerte y dolorosísimo tirón, 
solté ligeramente las ligaduras que me sujetaban la cabellera en la parte izquierda, lo 
que me permitió volver la cabeza un par de pulgadas. Pero antes de que los pudiese 
coger, aquellos seres diminutos huyeron por segunda vez, con lo que se elevó una 
algarabía penetrante y cuando acabó, oí gritar a uno de ellos: «Tolgo phonac». 
Enseguida dispararon un centenarde flechas que se me clavaron en la mano izquierda 
como agujas. Además dispararon otra andanada al aire, como se hace en Europa con 
las bombas, y muchas de ellas supongo que me dieron en el cuerpo (aunque no las 
sentí), y otras en la cara, que cubrí de inmediato con la mano izquierda. Cuando acabó 
la lluvia de flechas, comencé a gemir de pena y dolor; pero al intentar de nuevo 
soltarme, me lanzaron otra descarga mayor que la primera y algunos de ellos 
intentaron clavarme su lanza en los costados. Por suerte llevaba puesto un jubón de 
cuero, prácticamente impenetrable. Pensé que lo más prudente era quedarme quieto. 
Mi plan era continuar así hasta el anochecer, pues teniendo libre ya mi mano izquierda, 
podría soltarme con facilidad. En cuanto a los habitantes de aquel lugar, si todos eran 
del mismo tamaño de los que había visto, tenía más que suficientes razones para creer 
que podría enfrentarme al mayor ejército que fueran capaces de oponerme. 
Sin embargo, la fortuna dispuso otra cosa. Cuando comprobaron que no me movía, 
dejaron de disparar flechas, pero el creciente ruido me dio a entender que su número 
se incrementaba. A unas cuatro yardas de distancia de mi oído derecho, pude oír 
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golpes durante más de una hora, como si hubiera gente trabajando. Cuando me volví, 
en la medida que las ligaduras me lo permitieron, vi una plataforma de un pie y medio 
de altura aproximadamente, apta para cuatro personas de su tamaño, con dos o tres 
escaleras apoyadas en ella. Desde allí uno de ellos, que parecía ser de noble alcurnia, 
lanzó una extensa perorata de la que no entendí ni palabra. Pero debería haber 
mencionado que antes de que este importante personaje empezase a hablar, gritó tres 
veces: «Langro degul san» (estas palabras y las anteriores me fueron luego repetidas y 
explicadas). Inmediatamente unas cincuenta personas se me aproximaron y cortaron 
las ligaduras que sujetaban el lado izquierdo de mi cabeza, lo que me permitió 
volverme hacia la derecha y observar al que iba a hablar. Parecía de mediana edad y 
más alto que los otros tres que le servían, de los cuales uno era un paje que le llevaba 
la cola del vestido, que debía de ser un poco más larga que mi dedo medio. Los otros 
dos estaban uno a cada lado para asistirle. Adoptó todas las actitudes oratorias 
posibles, y en su discurso pude observar párrafos amenazadores, prometedores, 
compasivos y amables. Contesté con unas breves palabras y en tono sumiso, 
levantando la mano izquierda y los ojos al sol, como poniéndolo por testigo. Como 
estaba muerto de hambre, pues no había probado bocado desde algunas horas antes 
de abandonar el barco, y mis necesidades eran tan acuciantes, no pude por menos 
que mostrar mi impaciencia (quizá en contra de las normas estrictas de educación) 
metiéndome frecuentemente un dedo en la boca, dando a entender que quería 
comer. El hurgo (así llaman a un gran señor, según aprendí más tarde) me entendió 
perfectamente. Descendió de la plataforma y mandó que por medio de unas escaleras 
apoyadas en mis costados subiera un centenar de personas y fueran hasta mi boca 
cargadas con cestas repletas de carne que había ordenado enviar el rey, tan pronto 
como se enteró de mi existencia. Noté carne de diferentes animales, pero no los 
distinguí por el sabor. Había espaldillas, piernas y lomos, de la misma forma que los de 
cordero, y muy bien aderezados, pero más pequeños que unas alas de alondra. A cada 
bocado engullía dos o tres, aparte de tres barras de pan del tamaño de balas de 
mosquete. Me daban la comida lo más rápido que podían, con grandes muestras de 
admiración y sorpresa ante mi tamaño y apetito. Luego les hice señas de que quería 
beber. 
A juzgar por lo que había comido, comprendieron que no me conformaría con 
poco, así que, siendo gentes muy ingeniosas, elevaron con gran habilidad uno de sus 
mayores odres, lo hicieron rodar hasta mi mano y lo destaparon. Me bebí el contenido 
de un trago, lo que no fue difícil porque apenas contenía media pinta. Tenía gusto a 
vino de Borgoña, pero mucho más sabroso. Me trajeron un segundo odre, que vacié 
de la misma manera, haciendo señas de que quería más, pero no tenían. En cuanto 
hube realizado estas maravillas, se pusieron a gritar de alegría y a bailar sobre mi 
pecho, repitiendo varias veces, como habían hecho al principio, «Hekinah degul». Me 
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indicaron que arrojara los dos odres advirtiendo antes a los que estaban abajo que se 
apartasen, gritándoles: «Borach mivola». Cuando los vieron por el aire, surgió un 
clamor generalizado de «Hekinah degul». 
Confieso que me sentía repetidamente tentado, mientras iban y venían por mi 
cuerpo, de coger con la mano a cuarenta o cincuenta de los que estuviesen a mi 
alcance y estamparlos contra el suelo. Pero el recuerdo de lo que me había pasado, 
que probablemente podría no ser lo peor que fueran capaces de hacerme, y la palabra 
de honor dada, pues así interpretaba yo mi sumisión, pronto hicieron que se disipasen 
estas ideas. Además me consideraba ligado por las leyes de la hospitalidad a esta 
gente que me había tratado con tanto gasto y magnificencia. No podía por menos de 
maravillarme de la intrepidez de tan diminutos mortales, que se atrevían a montar en 
mi cuerpo y pasearse por él, mientras una de mis manos estaba libre, y de que no 
temblasen ante la sola presencia de una criatura tan prodigiosa como yo debía de 
aparecer ante sus ojos. Pasado un rato, y al observar que yo no pedía más alimento, se 
presentó ante mí un personaje de alta alcurnia de parte de Su Majestad Imperial. Su 
Excelencia trepó por la parte inferior de mi pierna derecha, avanzó subiendo hasta mi 
cara con una docena de personas de su séquito, y habiendo presentado sus 
credenciales con el sello real, que me acercó a los ojos, habló unos diez minutos, sin 
dar señales de enfado, pero con determinación. Señalaba a menudo hacia delante, es 
decir, hacia la capital, como más tarde averigüé, que se encontraba a media milla y a 
donde debía ser conducido por decisión de Su Majestad tomada en consejo. 
Contesté con brevedad, pero inútilmente, e hice señas con mi mano suelta hacia la 
otra (pasándola por encima de la cabeza de Su Excelencia para no hacerle daño a él o 
a su séquito) y hacia la cabeza y cuerpo, para indicar que deseaba quedar libre. Al 
parecer me entendió bastante, pues sacudió la cabeza con gestos de desaprobación, y 
mantuvo la mano en una postura que indicaba que debía ser transportado como 
prisionero. Pero también hizo otras señales para indicarme que recibiría suficiente 
comida y bebida y muy buen trato. Entonces intenté una vez más romper las ligaduras, 
pero al volver a sentir el escozor de sus flechas en cara y manos, que ya estaban llenas 
de ampollas, y con muchos dardos todavía clavados, y al observar asimismo que el 
número de enemigos incrementaba, les di a entender que podían hacer conmigo lo 
que quisiesen. Con ello el hurgo y su séquito se retiraron con mucha educación y 
aspecto alegre. Poco después oí un griterío general con frecuentes repeticiones de las 
palabras «Peplom selan», y sentí que muchas personas a mi lado izquierdo soltaban las 
cuerdas, hasta tal punto que pude volverme hacia la derecha y encontrar alivio 
orinando en gran cantidad, ante la sorpresa de la gente, que, sospechando por mis 
movimientos la operación que iba a hacer, se apartó a derecha e izquierda para evitar 
el torrente que salía de mí con ruido y violencia. Antes de esto me untaron la cara y 
manos con un ungüento de olor muy agradable, que en pocos minutos me quitó el 
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escozor producido por las flechas. Todo ello, junto con la satisfacción producida por la 
comida y bebida que había recibido y que eran muy nutritivas, me dispuso al sueño. 
Dormí unas ocho horas, como luego me explicaron; y no es de extrañar, pues los 
médicos, por orden del emperador, mezclaron un somnífero con el vino. 
Resultó que desde el mismo momento en que me descubrieron durmiendo en el 
suelo tras mi llegada,se envió recado al emperador con un correo, quien decidió en 
consejo que me atasen a la manera que he relatado (lo que se hizo durante la noche 
mientras dormía), y que se enviase gran cantidad de comida y bebida, así como que se 
preparase un artefacto para trasladarme a la ciudad. 
Esta decisión quizá pueda parecer demasiado atrevida y peligrosa, y confío en que 
no la imitarían muchos príncipes europeos en una situación semejante. Sin embargo, 
en mi opinión, fue tan prudente como generosa. Porque suponiendo que estas gentes 
se hubieran empeñado en matarme mientras dormía con sus lanzas y flechas, es 
seguro que me habría despertado a la primera sensación de escozor, lo que habría 
podido avivar rabia y fuerza, permitiéndome romper las ligaduras que me sujetaban. 
Después, y sin resistencia posible, no podrían esperar misericordia de mi parte. 
Estas gentes son excelentes matemáticos y han conseguido una gran perfección en 
mecánica, gracias a la aprobación y estímulo del emperador, que es un celebrado 
mecenas del saber. Este príncipe ha hecho construir varias máquinas con ruedas para 
el transporte de troncos de árboles y otros grandes pesos. Con frecuencia hace 
construir sus mayores barcos de guerra, de hasta nueve pies de longitud, en los 
bosques madereros, y los transporta con las máquinas, desde trescientas o 
cuatrocientas yardas de distancia hasta el mar. Quinientos carpinteros e ingenieros se 
pusieron a trabajar de inmediato para preparar la mayor máquina disponible. Se trata 
de un bastidor de madera colocado a tres pulgadas del suelo, de unos siete pies de 
longitud y cuatro de anchura, moviéndose sobre veintidós ruedas. El griterío que oí se 
debía a la llegada de la máquina, que según parece había salido a las cuatro horas de 
mi desembarco. La pusieron paralela a mi cuerpo. La principal dificultad consistía en 
levantarme y ponerme en este vehículo. Se instalaron al efecto ochenta postes de un 
pie de altura, y fuertes cuerdas del grosor del bramante sujetaron, por medio de 
garfios, las numerosísimas tiras que me habían puesto alrededor del cuello, manos, 
cuerpo y piernas. Novecientos de entre los hombres más fuertes se ocuparon de tirar 
de las cuerdas con ayuda de poleas fijadas a los postes. De esta manera y en menos 
de tres horas me levantaron, me colocaron en la máquina y me ataron fuertemente a 
ella. Todo esto me lo contaron luego, pues durante toda la operación yo dormía 
profundamente por la fuerza del somnífero que habían echado en la bebida. Se 
utilizaron mil quinientos de los caballos más grandes del emperador, de unas cuatro 
pulgadas y media de altura, para arrastrarme hasta la metrópoli que, como ya he 
dicho, estaba a media milla de distancia. 
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Cuatro horas después de comenzado el viaje, me desperté por un ridículo 
accidente. Habiendo parado el vehículo para arreglar una avería, dos o tres jóvenes 
tuvieron la curiosidad de ver qué aspecto tenía yo mientras dormía. Treparon a la 
máquina y avanzando con mucho sigilo hasta mi cara, uno de ellos, oficial de la 
guardia, metió el extremo afilado de su pica en la ventana izquierda de mi nariz, lo que 
me hizo cosquillas como si fuera una paja, produciéndome un estornudo violento. 
Inmediatamente se escurrieron sin ser vistos y hubieron de pasar tres semanas antes 
de que averiguase la causa de haberme despertado tan repentinamente. Hicimos una 
larga marcha durante el resto del día y descansamos por la noche, durante la cual se 
me situaron quinientos guardias a cada lado, la mitad de ellos con antorchas, la otra 
mitad con arcos y flechas, dispuestos a dispararme en cuanto me moviese. A la 
mañana siguiente proseguimos la marcha en cuanto salió el sol, y llegamos a 
doscientas yardas de las puertas de la ciudad al mediodía. El emperador y toda su 
corte salieron a recibirme, pero los altos oficiales se negaron rotundamente a que Su 
Majestad pusiera en peligro su persona trepando a mi cuerpo. 
En el lugar donde se paró el vehículo había un antiguo templo, considerado el 
mayor del reino, y que habiendo sido mancillado hacía algunos años por un crimen 
contra natura, estaba, según el celo de aquellas gentes, profanado, y por ello se había 
dedicado a otros usos, eliminando todos los ornamentos y el mobiliario. Se decidió 
que me hospedase en este edificio. La gran puerta que daba al norte tenía unos cuatro 
pies de altura y casi dos de anchura, lo que me permitía atravesarla con facilidad a 
rastras. A cada lado de la puerta había una pequeña ventana a no más de dos pies del 
suelo. Por la de la izquierda, los herreros del rey pasaron noventa y seis cadenas, como 
las que llevan los relojes de las señoras en Europa y casi del mismo grosor, que fijaron 
a mi pierna izquierda con treinta y seis candados. Frente al templo, al otro lado de la 
carretera principal y a veinte pies de distancia, había un torreón de al menos cinco pies 
de altura. A él subió el emperador con muchos señores principales de la corte para 
tener la ocasión de inspeccionarme, como así me contaron, ya que yo no podía verlos. 
Se calculó que más de cien mil personas salieron de la ciudad con el mismo fin. A 
pesar de los guardias, creo que fueron unos diez mil los que, en diferentes ocasiones, 
subieron a mi cuerpo con ayuda de escaleras. Pero pronto se publicó un bando 
prohibiéndolo bajo pena de muerte. Cuando los trabajadores observaron que era 
imposible que me soltase, cortaron las cuerdas que me ligaban y pude levantarme, 
aunque nunca me había sentido de tan mal ánimo. El clamor y la sorpresa de la gente 
al ver que me levantaba y andaba son difíciles de expresar. Las cadenas atadas a mi 
pierna izquierda eran de unas dos yardas de longitud y no solo me permitían andar 
adelante y atrás en semicírculo, sino que, al estar fijadas a cuatro pulgadas de la 
puerta, me permitían entrar reptando por ella y tumbarme completamente en el 
templo. 
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II 
El emperador de Lilliput, acompañado de varios nobles, 
visita al autor en la cárcel. Se describe el aspecto físico y 
vestimenta del emperador. Se designa a unos sabios para que 
enseñen su idioma al autor. Se granjea amistades gracias a su 
mansedumbre. Le registran los bolsillos y le quitan 
la espada y las pistolas. 
Una vez levantado, miré a mi alrededor, y tengo que confesar que jamás había 
contemplado una vista tan encantadora. El país parecía un jardín ininterrumpido, cuyos 
campos parcelados, en su mayoría de cuarenta pies cuadrados, daban la impresión de 
ser parterres de flores. Entre los campos se intercalaban bosques de una extensión de 
un cuarto de acre y, por lo que podía observar, los árboles más altos medían siete pies. 
Observé la capital a mi derecha: parecía el decorado de una ciudad en un teatro. 
Hacía algunas horas que me encontraba muy apurado por las necesidades de la 
naturaleza, y no es de extrañar, puesto que hacía casi dos días que no me había 
descargado. Me sentía en gran dificultad entre la necesidad y la vergüenza. Pensé que 
la mejor solución consistía en deslizarme sigilosamente en casa, así que esto fue lo que 
hice, y cerrando la puerta después de alejarme hasta la longitud que me fijaba la 
cadena, al fin me desembaracé del lastre. Pero esta fue la única vez que me sentí 
culpable de tan sucio acto; no me resta sino esperar que el ingenuo lector será 
condescendiente conmigo, una vez sopesada la apurada situación en que me 
encontraba. A partir de aquel día me acostumbré, nada más levantarme, a ir afuera y 
ocuparme de ese asunto al aire libre, tan lejos como me lo permitía la cadena. Antes 
de que alguien viniera a visitarme por la mañana, se tomaban las medidas adecuadas 
para que mis residuos desaparecieran en las carretillas que dos sirvientes manejaban. 
No me habría extendido tanto en este incidente, que a primera vista puede parecer 
insignificante, de no ser por mi necesidad de justificar mi modo de ser en cuanto a la 
limpieza del mundo. Sin embargo, me han dicho que mis detractores han aprovechado 
este y otros incidentespara atacarme. 
Una vez resuelto este problema, salí de casa a tomar el aire libre. El emperador 
había bajado ya de su torre y le costó acercarse con su montura. Esta, a pesar de su 
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doma, se encabritó al verme, ya que debí de parecerle una montaña móvil. El príncipe, 
como buen jinete que era, aguantó en la silla hasta que los servidores llegaron a toda 
prisa y sujetaron las bridas y así pudo desmontar. Cuando lo hizo, me observó de 
arriba abajo con gran asombro, pero fuera del alcance de mis cadenas. Ordenó a 
cocineros y mayordomos ya preparados que me trajeran comida y bebida, que 
pusieron a mi alcance en una especie de vehículos sobre ruedas. Yo los tomé y pronto 
los vacié por completo. Veinte contenían carne y diez bebida. Los primeros me 
proporcionaban dos o tres buenos bocados cada uno. Vacié la bebida de diez 
recipientes contenidos en vasijas de barro en un artefacto, y me lo bebí todo de un 
trago, haciendo lo mismo con el resto. La emperatriz y los jóvenes de sangre real de 
ambos sexos, acompañados por numerosas damas, permanecían alejados en sus sillas 
hasta que el incidente al que me he referido les hizo levantarse y correr hacia el 
emperador, cuya persona me dispongo a describir. 
Este supera en altura a todos los cortesanos en la anchura de mi uña, lo que para 
cualquier observador constituye motivo de asombro. Los rasgos de su cara expresan 
fuerza y hombría, la nariz es arqueada, el labio inferior saliente, la piel oscura, la 
postura estirada, el cuerpo y los miembros bien proporcionados, los movimientos 
elegantes y el porte majestuoso. Por entonces había dejado ya de ser joven y tenía 
veintiocho años y ocho meses. Llevaba ya siete años de reinado feliz y por lo general 
victorioso. Para observarle mejor me tumbé de lado de modo que nos pudiésemos 
mirar de frente, estando como estaba él de pie a menos de tres yardas de distancia. 
Sin embargo, es difícil que me equivoque al describirlo, pues le he tenido en mi mano 
en muchas ocasiones. Vestía con gran sencillez, con estilo medio asiático y medio 
europeo, aunque llevaba un ligero casco de oro, adornado de joyas y rematado por 
una pluma. Para defenderse empuñaba una espada desenvainada, por si se me ocurría 
desatarme. Esta medía casi tres pulgadas; la empuñadura y la funda eran de oro con 
incrustaciones de diamantes. Su voz era aguda pero clara y articulada y perfectamente 
audible aun cuando yo estaba de pie. Todas las damas y cortesanas lucían unas 
vestimentas tan holgadas que el lugar parecía un encaje bordado en oro y plata 
desplegado por tierra. Su Majestad Imperial me hablaba con frecuencia y yo, por mi 
parte, le respondía, aunque ninguno de los dos entendía ni una palabra. Estaban 
presentes varios sacerdotes y abogados —esto es lo que deduje por su forma de 
vestir— con órdenes de hablarme. Yo intentaba dirigirme a ellos en todas las lenguas 
de que tenía la menor idea, que eran alto y bajo holandés, latín, francés, español, 
italiano y lengua franca. Pero todo fue inútil. Transcurridas dos horas, la corte se retiró 
y me dejaron bajo la custodia de una importante guardia para evitar que el populacho 
me molestara y acosara. Tenían muchas ganas de acercarse a mí, no sin cierta cautela, 
e incluso algunos tuvieron la osadía de atacarme con flechas mientras estaba sentado a 
la puerta de mi casa, lo que casi me hizo perder el ojo izquierdo. Por este motivo el 
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coronel ordenó la captura de seis de los cabecillas, y estimó que lo más justo sería 
entregármelos atados, por lo que algunos de sus soldados, cumpliendo órdenes, con 
el revés de las lanzas, los pusieron a mi alcance. Con la mano derecha los cogí a todos 
y seguidamente metí a cinco en el bolsillo de mi chaqueta; al sexto le puse cara de 
que le iba a comer. El pobre hombre chilló horrorizado, y el pavor se extendió al 
coronel y a los oficiales, sobre todo cuando me vieron sacar el cortaplumas. Pero 
pronto puse fin a su miedo cuando mirándole con benevolencia y desembarazándole 
de las ataduras que le oprimían, lo puse en el suelo con sumo cuidado, tras lo cual 
salió disparado. Con los demás me comporté del mismo modo: los saqué del bolsillo 
de uno en uno, y observé que la gente y los soldados agradecían este gesto de 
generosidad, que tanta influencia tendría en la corte. 
Al caer la noche conseguí penetrar en casa con cierta dificultad; su suelo fue mi 
lecho durante un par de semanas. En este tiempo el emperador ordenó que me 
hicieran una cama. Transportaron seiscientas de sus camitas en carros y las instalaron 
en mi casa. Con ciento cincuenta consiguieron hacer una a mi medida, y superpusieron 
cuatro para darle cierta altura. A pesar de todo eso me defendía mal del suelo, que era 
de piedra bruñida. Trajeron, además, sábanas, mantas y colchas de las mismas 
dimensiones, bastante tolerables para quien estaba acostumbrado a las durezas. 
La nueva de mi llegada se esparció rápidamente por todo el reino y atrajo a 
multitud de ricos, perezosos y curiosos, de modo que enseguida los pueblos se 
quedaron casi sin gente y los trabajos domésticos y las labores del campo habrían 
estado muy descuidados si el emperador no hubiera dictado las órdenes y proclamas 
oportunas para remediar tal situación. 
Su Majestad estipuló que todos los que ya me habían visto debían regresar a sus 
hogares y no intentar acercarse a menos de cincuenta yardas de mi casa sin previa 
licencia real; los secretarios de Estado recibieron amplias ganancias con estas licencias. 
Mientras tanto, el emperador mantenía reuniones frecuentes para decidir mi futuro. 
Después, un amigo muy cualificado y al tanto del asunto me aseguró que existía gran 
preocupación en la corte por mi causa. Se temía que me liberase y también que los 
costes de mi manutención ocasionasen una oleada de hambre. En ocasiones estaban 
dispuestos a matarme de inanición o por lo menos lanzarme flechas envenenadas a 
cara y manos para que tuviese una muerte rápida. Pero pensaron que un cadáver de 
semejante tamaño despediría tal hedor que podría propagar la peste por toda la 
ciudad y quizá extenderla por todo el reino. Mientras proseguían con sus 
deliberaciones, unos oficiales del ejército se aproximaron a la entrada del gran salón 
del Consejo y dos de ellos penetraron para explicar lo bien que me había comportado 
con los seis delincuentes anteriormente mencionados. 
Tanto Su Majestad como el Consejo quedaron tan favorablemente impresionados 
que se creó un impuesto imperial para que todos los pueblos en novecientas yardas a 
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la redonda de la ciudad entregaran todas las mañanas seis bueyes, cuarenta ovejas y 
otros víveres para mantenerme. Todo ello acompañado de una cantidad proporcional 
de pan, vino y otras bebidas. El emperador pagó todo eso con asignaciones del 
Tesoro. Pues este príncipe vive íntegramente de sus tierras y en raras ocasiones crea 
nuevos impuestos para sus súbditos que, en caso de guerra, tienen la obligación de 
ayudarle y pagar su propia manutención. También se eligieron seiscientas personas 
para servirme. Se les pagaba una módica suma para su manutención y habitaban en 
tiendas levantadas a ambos lados de mi puerta. Igualmente se ordenó que trescientos 
sastres se encargaran de confeccionarme un traje a la moda del país. Además, seis de 
los más grandes eruditos de Su Majestad me enseñarían el idioma; y por último, se 
estipuló que los caballos del emperador, de la nobleza y de las tropas pasearan ante 
mí para que se familiarizaran conmigo. Todas estas órdenes se llevaron a cabo y, en 
unas tres semanas, efectué grandes progresos en el aprendizaje de su idioma. 
Mientras lo aprendía, el emperador solía visitarme y ayudaba complacido a mis 
maestros. Nos empezamos a entender algo y lo primero que aprendí fue a pedirle mi 
liberación, cosa que siempre hacía de rodillas. Me pareció entender en sus palabras 
que debía ser cosa de tiempo, que además era impensable sin la opinión de su 
Consejo y que primero debería «lumos kelmin pesso desmar lonemposo», es decir, 
jurar la paz con él y su reino. A pesar de todo me prometió que sería tratado con 
gentileza y me aconsejó que consiguiera su favor y el de sus súbditos con paciencia y 
discreción. Rogó que no me tomara a mal si ordenaba que algunos oficiales me 
registraran, ya que podría llevar armas que, si correspondían a mi prodigiosa talla, 
serían ciertamente peligrosas. Le dije que le daría satisfacción a Su Majestad pues 
estaba dispuesto a desnudarme y volver los bolsillos del revés ante él. Esto se lo 
expliqué en parte con palabras y en parte con gestos. Por su parte, él me contestó 
que, según las leyes del reino, dos de sus oficiales se encargarían de registrarme; y 
que se daba cuenta de que no se podía realizar la operación sin mi consentimiento y 
cooperación. Tenía en tan gran estima mi generosidad y sentido de la justicia que 
dejaba sus personas en mis manos. Cualquier cosa que me quitaran me sería devuelta 
al abandonar el país o bien me lo pagarían al precio que yo estipulara. Levanté a dos 
oficiales y los introduje en los bolsillos de la chaqueta para continuar con todos los 
demás que tenía, con la excepción de dos pequeños y otro bolsillo secreto, que no 
tenía intención de que fuera registrado, puesto que en él guardaba algún que otro 
artículo que solo me importaba a mí. En uno de los bolsillos guardaba un reloj de 
plata, y en el otro una bolsa con algo de oro. Estos señores, provistos de papel, tinta y 
pluma, extendieron un inventario completo de todo lo que encontraron; y, una vez 
terminado, me pidieron que les bajara, para entregárselo al emperador. Después lo 
traduje al inglés, y literalmente es como sigue: 
 16 
Imprimis: En el bolsillo derecho del Gran Hombre-Montaña [así interpreto la 
expresión Quinbus Flestrin], después de un registro muy meticuloso, tan solo 
encontramos un gran trozo de lienzo basto, que bien podría servir, por su tamaño, 
como alfombra en el salón regio de Su Majestad. En el izquierdo descubrimos un 
tremendo cofre de plata con tapa del mismo metal que, nosotros los inspectores, 
fuimos incapaces de levantar. Le dijimos que lo abriera, uno de nosotros entró en él y 
se encontró cubierto hasta media pierna de una especie de polvo, parte del cual, 
levantándose en una nube que llegó hasta la cara, nos hizo estornudar a los dos varias 
veces. En el bolsillo derecho del chaleco descubrimos un fardo enorme de cosas 
blancas y finas, superpuestas y de una dimensión aproximada a tres hombres. Estaban 
sujetas mediante un cable grueso y mostraban signos negros que, en nuestra modesta 
opinión, bien podrían ser escritos con letras tan grandes como la mitad de la palma de 
una mano. En el izquierdo descubrimos una especie de máquina de cuyo lomo 
sobresalían veinte postes largos, parecidos a los de la empalizada en la fachada de la 
corte de Su Majestad, y con la que el Hombre-Montaña seguramente se peinaba. 
Como era muy difícil que nos entendiera no le acosamos a preguntas. En el bolsillo 
grande, al lado derecho de la mitad de su cubierta media [así traduzco la expresión 
ranfu-lo que en su idioma eran los pantalones], descubrimos un pilón de hierro hueco, 
de una altura aproximada a la de un hombre, sujetada a un trozo de madera maciza, 
mayor que el pilón. De un lado del pilón sobresalían grandes trozos de hierro cortados 
en extrañas formas, que no sabíamos para qué servían. En el bolsillo izquierdo 
encontramos una máquina parecida, y en el más pequeño de la derecha hallamos 
trozos redondeados y planos de metal rojo y blanco de diferente tamaño. Entre los 
trozos blancos había piezas que parecían de plata y eran tan voluminosas que tanto a 
mi compañero como a mí nos resultó difícil levantar. En el bolsillo izquierdo 
encontramos dos pilones negros de forma irregular cuyo extremo superior, desde el 
fondo del bolsillo, fue difícil de alcanzar. Uno de ellos parecía todo de una pieza y 
estaba cubierto, pero en el extremo del otro sobresalía algo redondo y blanco, 
aproximadamente del tamaño de dos cabezas. Cada una de estas contenía una 
enorme placa de acero que, siguiendo nuestras indicaciones, nos enseñó, pues 
pensamos que eran artilugios peligrosos. Las sacó de las fundas y nos contó que en su 
país era muy corriente afeitarse con una y cortar los alimentos con la otra. En dos 
bolsillos no pudimos introducirnos; a estos los llamaba bolsillos secretos; consistían en 
dos cortes alargados en la parte superior de la mitad del protector, pero apretados y 
casi juntos por la presión del vientre. Del bolsillo derecho colgaba una cadena grande 
de plata con una maravillosa especie de máquina en la parte inferior. Le indicamos que 
sacara lo que pendía de la cadena, que parecía ser una esfera, mitad de plata y mitad 
de algún metal transparente; en esta parte descubrimos unos dibujos en círculo y 
pensamos que podíamos tocarlos hasta que nos lo impidió la sustancia transparente. 
 17 
Nos acercó esta máquina a los oídos y emitía un ruido continuo como el de un molino 
de agua; suponemos que se trataba de algún animal desconocido o del Dios que 
adora. Pero nos inclinamos más por la segunda opinión, ya que nos aseguró (o al 
menos así lo entendimos debido a su poco dominio del idioma) que raramente hacía 
algo sin antes consultarlo. Lo llamaba su oráculo y nos dijo que señalaba el tiempo 
para cada evento de su vida. Del bolsillo izquierdo sacó una red casi tan grande como 
una de pescador, aunque se abría y cerraba como una bolsa y le servía para la misma 
finalidad. Allí dentro encontramos varios trozos grandes de metal amarillo que, de ser 
oro de verdad, deben de valer una fortuna. 
Después de haber inspeccionado con minuciosidad todos los bolsillos, siguiendo 
las órdenes de Su Majestad, atisbamos un cinturón fabricado con la piel de algún 
prodigioso animal que le rodeaba la cintura y del que pendía una espada tan larga 
como cinco hombres; y en la parte derecha colgaba un bolso o zurrón partido en dos 
celdas, cada una capaz de contener tres súbditos de Su Majestad. En una se hallaban 
varios pedazos redondeados de metal muy pesado, y del tamaño de nuestras cabezas, 
por lo que se precisó de mucha fuerza para levantarlos; en el otro compartimento 
había un montículo de una especie de granillos negros, poco pesados, ya que 
podíamos sostener hasta cincuenta en la palma de la mano. 
Este es un inventario exacto de lo que encontramos en el cuerpo del Hombre-
Montaña, quien nos trató con gran educación y acatamiento a las órdenes de Su 
Majestad. Firmado y sellado el día cuatro de la luna ochenta y nueve del feliz reinado 
de Su Majestad. 
CLEFREN FRELOCK, MARSI FRELOCK 
Una vez leído este inventario en su totalidad al emperador, este me indicó que 
entregara las diversas pertenencias. En primer lugar, me pidió la cimitarra, que le 
entregué con su vaina. Mientras tanto, ordenó que tres mil soldados, los mejores que 
estaban a su servicio, me rodearan a cierta distancia con sus arcos y flechas a punto; 
sin embargo, este hecho me pasó inadvertido pues solo tenía ojos para Su Majestad. 
Después se le antojó que desenvainara la cimitarra, que a pesar de hallarse algo 
oxidada debido al agua del mar, estaba reluciente en casi su totalidad. Cuando la 
saqué, toda la tropa emitió un grito de terror y de sorpresa al verse cegados por los 
rayos del sol que se reflejaban en la cimitarra que yo blandía en todas direcciones. Su 
Majestad, un príncipe muy magnánimo, se mostró menos asombrado de lo que yo 
esperaba; así que me ordenó que la introdujera de nuevo en la vaina y la lanzara al 
suelo con la máxima delicadeza posible, a una distancia de seis pies del extremo de mi 
cadena. Posteriormente me pidió uno de los pilones de hierro hueco (se refería a mis 
pistolas de bolsillo). Saqué una y, a petición suya, le expliqué el uso de la misma lo 
mejor que pude; y la cargué tan solo de pólvora, salvada de la humedad por estar 
 18 
cerrada herméticamente por lo apretado de mi bolsillo (todos los marinos prudentes 
ponen especialcuidado en evitar que se humedezca). Primero le advertí al emperador 
que no se asustara y luego disparé al aire. Se produjo una conmoción mucho mayor 
que con la cimitarra. Se desplomaron a centenares como si, de hecho, hubieran 
muerto a balazos, e incluso al emperador, a pesar de su temple, le costó trabajo 
recuperarse. Entregué las pistolas y el zurrón de pólvora y balas no sin advertir que 
aquella debería guardarse alejada del fuego, pues tan solo una chispa la haría estallar y 
destruiría el palacio imperial por completo. Del mismo modo entregué el reloj, que 
llamaba mucho la atención al emperador, por lo que ordenó a dos de sus alabarderos 
más corpulentos que lo sujetaran a un poste sobre sus hombros, tal como hacen los 
carreteros ingleses cuando cargan cubas de cerveza. Le asombraba el ruido 
ininterrumpido que emitía y el movimiento del minutero, que podía ver con claridad, 
ya que su vista es mucho más aguda que la nuestra. Pidió el parecer de los sabios que 
le rodeaban, quienes, como el lector puede imaginarse sin necesidad de más 
comentarios y aunque yo no llegué a entenderlos del todo, opinaron muy 
diversamente. Después me desprendí de las monedas de plata y de cobre, la bolsa 
con algunas piezas de oro grandes y pequeñas, el cuchillo y la navaja, el peine y la 
tabaquera de plata, el pañuelo y el diario. La cimitarra, las pistolas y el zurrón se 
transportaron en carros a los almacenes reales; el resto de mis pertenencias me fueron 
devueltas. 
Como he señalado con anterioridad, contaba con un bolsillo secreto que les pasó 
inadvertido. Allí guardaba unas gafas, que a veces, debido a mi vista deficiente, utilizo, 
un catalejo de bolsillo, y otros pequeños utensilios, que no me consideré obligado a 
mostrar al emperador; además temía, caso de entregarlos, por su pérdida o deterioro. 
 19 
III 
El autor entretiene al emperador y a sus cortesanos y 
cortesanas de una manera poco frecuente. Se describen las 
diversiones de la corte de Lilliput. Se le concede la libertad 
al autor bajo ciertas condiciones. 
Mi amabilidad y buena conducta me habían granjeado en tal grado el favor del rey y 
su corte y, por supuesto, el del ejército y el pueblo en general que empecé a 
vislumbrar esperanzas de mi pronta liberación. Utilicé todas las estratagemas posibles 
para fomentar esa predisposición que me favorecía. Los nativos se volvieron cada vez 
menos aprensivos ante el peligro que yo pudiera representar. A veces me echaba por 
tierra y permitía que cinco o seis de ellos bailaran en mi mano. Y al final, los mozos y 
las mozas solían arriesgarse a jugar al escondite por entre mis cabellos. Por entonces 
había efectuado considerables progresos para comprender y hablar su lengua. Un día 
el emperador quiso entretenerme con diversos espectáculos del país que, por su 
destreza y belleza, excedían a los del resto de las naciones que he conocido. Ninguno 
me distrajo tanto como el de los funambulistas, ejecutado sobre un delgado hilo 
blanco de unos dos pies de longitud, a unas doce pulgadas del suelo. Con la venia del 
lector, quiero tomarme la libertad de extenderme un poco más sobre el particular. 
Este entretenimiento lo practican solo los candidatos a empleos importantes y a los 
favores especiales de la corte. Aunque no siempre son de noble cuna, o gozan de 
educación liberal, ejercen esta habilidad desde jóvenes. Cuando, bien por 
fallecimiento o caída en desgracia (lo cual sucede a menudo), un puesto oficial queda 
vacante, cinco o seis de esos candidatos piden al emperador que organice una sesión 
de danza sobre cuerda para entretenimiento de la corte de Su Majestad. El puesto lo 
conquista aquel que consigue el salto más elevado sin caerse. Con mucha frecuencia 
se requiere a los propios ministros principales que demuestren su habilidad y 
convenzan al emperador de que no han perdido facultades. A Flimnap, el tesorero, se 
le permite hacer una cabriola sobre la cuerda tensa, al menos una pulgada más alta 
que ningún otro señor en todo el imperio. Yo le he visto hacer varias volteretas 
seguidas sobre una tabla fijada a la cuerda, que no era más gruesa que un cordel de 
empaquetar en Inglaterra. Opino —y trato de ser imparcial— que mi amigo Reldresal, 
 20 
secretario de Estado para Asuntos Privados, es el más hábil después del tesorero; los 
restantes altos funcionarios andan muy parejos. 
En estas sesiones se producen a menudo accidentes y lesiones de los que, en su 
mayoría, queda constancia. Yo mismo he presenciado cómo dos o tres candidatos 
sufrían alguna fractura. Pero el peligro se acrecienta cuando se les pide a los propios 
ministros que demuestren su destreza, porque en la contienda para superarse a sí 
mismos y a los demás se esfuerzan hasta tal punto que no hay apenas ninguno que no 
haya tenido una caída, y algunos dos o tres. Se me aseguró que, uno o dos años antes 
de mi llegada, Flimnap se habría desnucado sin remisión si uno de los cojines del rey, 
que por casualidad estaba por el suelo, no hubiera amortiguado el tremendo golpe. 
Asimismo hay una diversión que solo se realiza ante el emperador, la emperatriz y 
el primer ministro en ocasiones especiales. El emperador coloca sobre una mesa tres 
hilos finos de seda de seis pulgadas de longitud. Uno azul, otro rojo, y el tercero 
verde. Dichos hilos constituyen los premios para aquellos a quienes el emperador 
desea distinguir con una señal peculiar de su favor. La ceremonia se celebra en la gran 
cámara de Estado de Su Majestad, donde se somete a los candidatos a una prueba de 
destreza muy diferente de la anterior, y sin parangón posible en ningún país del viejo o 
nuevo continente. El emperador sostiene en sus manos un bastón, manteniéndolo 
horizontal, al tiempo que los candidatos avanzan uno a uno y saltan por encima de él o 
se arrastran por debajo varias veces, hacia atrás o hacia delante, según suba o baje el 
bastón. A veces el emperador aguanta un extremo del bastón y el primer ministro el 
otro; a veces el ministro lo sostiene él solo. Al que muestra más agilidad y aguanta más 
tiempo saltando y reptando se le recompensa con la cinta azul; al segundo se le 
entrega la cinta roja, y la verde al tercero; todos las llevan ceñidas a la cintura con dos 
vueltas y pocas personalidades de esta corte no poseen una de estas 
condecoraciones. 
Los caballos del ejército y los de las caballerizas regias, gracias a que los traían cada 
día ante mi presencia, ya no se mostraban temerosos, sino que se aproximaban hasta 
mis pies sin sobresaltarse. Los jinetes los hacían saltar sobre mi mano que yo mantenía 
plana en el suelo; uno de los monteros del emperador, a lomos de un corpulento 
caballo de carreras, saltó por encima de mi pie calzado, lo que constituyó un salto 
prodigioso. Un día tuve la gran fortuna de entretener al emperador de un modo 
extraordinario. Le pedí que ordenara que se me trajeran varios palos de dos pies de 
altura y del grosor de un bastón ordinario; para ello Su Majestad mandó que su 
guardabosques mayor diese las indicaciones oportunas; al día siguiente llegaron seis 
guardabosques con otros tantos coches tirados cada uno de ellos por ocho caballos. 
Cogí nueve palos y los clavé firmemente en tierra, formando una figura cuadrangular 
de dos pies y medio de extensión; ligué otros cuatro, horizontales, a las esquinas, a 
unos dos pies del suelo; seguidamente sujeté mi pañuelo a los nueve palos que 
 21 
sobresalían verticalmente del suelo y lo extendí cubriendo todo el espacio hasta que 
estuvo tan tenso como un tambor; y los cuatro palos horizontales que sobrepasaban el 
pañuelo en unas cinco pulgadas hacían las veces de barandillas laterales. Cuando hube 
terminado la operación solicité al emperador que enviase un grupo de veinticuatro 
escogidos jinetes para que, sobre esta base, realizaran sus ejercicios. Su Majestad 
aprobó tal propuesta y yo mismo los subí, de uno en uno, debidamente montados y 
armados, con los oficiales que debían dirigirlos. Una vez en posición, se dividieronen 
dos grupos, ejecutaron simulacros de escaramuzas, dispararon flechas despuntadas, 
desenvainaron las espadas, huyeron y se persiguieron, se atacaron y se retiraron y, en 
resumen, exhibieron la mejor disciplina militar que jamás haya visto. Las barras 
paralelas impedían que jinetes y animales cayeran del escenario. El emperador disfrutó 
tanto que ordenó que el entretenimiento se repitiera varios días. En cierta ocasión tuvo 
el deseo de dirigirlo personalmente, para lo cual hubo de ser alzado; incluso, aunque 
con gran dificultad, persuadió a la propia emperatriz para que permitiera que yo la 
cogiese en su silla de mano y la sostuviera a dos yardas del escenario, para que 
pudiera contemplar bien toda la representación. Tuve la fortuna de que no ocurrió 
percance alguno durante estas sesiones, excepto en una ocasión, en que el brioso 
caballo de uno de los capitanes abrió un boquete en mi pañuelo al golpearlo con sus 
cascos y, al fallarle la pata, cayó arrastrando consigo a su jinete; pero los levanté 
inmediatamente y cubrí el agujero con una mano, al tiempo que bajaba la tropa —al 
igual que la había subido— con la otra mano. El caballo que había caído se lesionó en 
la pata delantera izquierda, pero el jinete resultó ileso; yo, por mi parte, remendé el 
pañuelo lo mejor que pude, pero no quise confiar más en su solidez para juegos de 
tamaño peligro. 
Dos o tres días antes de ser puesto en libertad y mientras entretenía a la corte con 
hazañas de esta índole, llegó un emisario avisando a Su Majestad de que algunos de 
sus súbditos que cabalgaban cerca del lugar donde me habían apresado habían 
divisado una sustancia negra y grande en el suelo, con una forma muy rara. Su borde 
era circular, tan ancho como la alcoba real, y en el centro, una prominencia de la altura 
de un hombre; que no era, como en principio habían temido, ningún ser viviente, ya 
que yacía inmóvil sobre la hierba; que algunos lo habían circunvalado varias veces; 
que, subiéndose unos encima de otros, sobre los hombros, habían llegado a la parte 
más alta que era lisa y llana, y que, pisoteándolo por encima, sonaba a hueco por 
dentro; que humildemente se habían imaginado que podía ser alguna pertenencia del 
Hombre-Montaña, y que si Su Majestad así lo deseaba, se responsabilizaban de traerlo 
con la ayuda de cinco caballos solamente. Adiviné a qué se referían y me alegré en lo 
más íntimo de tal noticia. Parece que, al llegar a la costa, después del naufragio, yo iba 
en tal estado de confusión que, antes de alcanzar el lugar en el que me quedé 
dormido, el sombrero, que me había sujetado con un cordón alrededor del cuello 
 22 
mientras remaba, y que se había mantenido sujeto durante mi travesía a nado, se me 
cayó al tocar tierra. La sola conjetura que puedo hacerme es que el cordón se me 
hubiese roto por algún accidente en el que yo no hubiera reparado; pero yo creí que 
había perdido el sombrero en el mar. Pedí a Su Majestad Imperial que ordenase que 
me lo trajeran lo antes posible, al tiempo que le describía su forma y su uso; al día 
siguiente los carreteros me lo trajeron en no muy buenas condiciones: en el ala, a una 
pulgada y media del borde, habían perforado dos agujeros por los que habían pasado 
dos ganchos los cuales, a su vez, sujetaron con una larga cuerda a los arneses de los 
caballos. De esta guisa llevaron el sombrero a rastras a lo largo de más de media milla 
inglesa; pero al ser el terreno de este país tan liso y nivelado, me llegó menos 
estropeado de lo que temía. 
Dos días después de esta aventura, el emperador ordenó a las tropas de su ejército 
acuarteladas en la metrópoli que estuvieran preparadas, pues se le había ocurrido una 
diversión muy singular. Deseaba que yo me colocara de pie con las piernas tan 
abiertas como pudiera, como un coloso. Seguidamente ordenó al general (un jefe 
veterano y experto y gran amigo mío) que alinease las tropas en formación cerrada y 
las hiciera desfilar entre mis piernas, la infantería de veinticuatro en fondo, y la 
caballería de dieciséis en fondo, con redoble de tambores, banderas enarboladas y 
armas en posición. Esta fuerza consistía en tres mil hombres de a pie y mil de a caballo. 
Su Majestad dio órdenes, bajo amenaza de pena de muerte, de que los soldados 
observasen la más estricta decencia respecto a mi persona durante la marcha; de 
cualquier manera ello no consiguió impedir que algunos de los oficiales más jóvenes 
levantasen los ojos al pasar por debajo de mí. Y, si he de confesar la verdad, por aquel 
entonces mis pantalones se mostraban en tan pobre estado que ciertamente ofrecían 
abundante motivo de risa y asombro. 
Había enviado tantas solicitudes y peticiones de libertad que finalmente Su 
Majestad trató el asunto con el gabinete, en primera instancia, y, más adelante, en un 
pleno del Consejo. Allí nadie se opuso a ello, con la excepción de Skyresh Bolgolam, 
quien se complacía en ser mi enemigo mortal, sin provocación alguna por mi parte. Sin 
embargo, con el suyo como único voto en contra, mi demanda obtuvo la aprobación 
del Consejo en pleno y la ratificación del emperador. Este ministro era galbet, o 
almirante del reino, hombre de la absoluta confianza de su señor, y una persona 
versada en asuntos de Estado, pero de natural más bien malhumorado y agrio. De 
cualquier modo, se le persuadió al final para que accediera, pero consiguió fijar él 
mismo las condiciones y cláusulas según las cuales yo sería puesto en libertad y que yo 
debería jurar. Así el propio Skyresh Bolgolam, asistido por dos subsecretarios y varias 
personas de distinción, me trajo las condiciones por escrito. Una vez leídas, me 
pidieron que jurara que las cumpliría; primero según las costumbres de mi propio país, 
y seguidamente según el método que su ley prescribe, es decir, cogiéndome el pie 
 23 
derecho con la mano izquierda, colocando el dedo corazón de la mano derecha en la 
coronilla y el pulgar en el extremo de mi oreja derecha. Pero, como quizá el lector 
sienta curiosidad por conocer el estilo y modo de expresión peculiares de esa gente, 
así como las cláusulas por las que yo recobré la libertad, he hecho una traducción tan 
literal como he sido capaz del texto completo, la cual ofrezco aquí al público. 
Golbasto Momaren Evlame Gurdilo Shefin Mully Ully Gue, poderoso emperador de 
Lilliput, maravilla y terror del universo, cuyos dominios se extienden cinco mil blustrugs 
(cerca de doce millas de perímetro) hasta los extremos del globo, monarca de 
monarcas, más alto que los hijos de los hombres, cuyos pies pisan firme hacia el centro 
de la tierra, y cuya cabeza se topa con el sol; que, con un gesto de la cabeza hace 
temblar a los príncipes de la tierra, agradable como la primavera, cómodo como el 
verano, fértil como el otoño, terrible como el invierno. Su Muy Suprema Majestad 
propone al Hombre-Montaña, recientemente llegado a nuestros dominios celestiales, 
las siguientes condiciones que bajo solemne juramento estará obligado a cumplir: 
Primero. El Hombre-Montaña no saldrá de nuestros dominios sin una licencia 
nuestra bajo nuestro gran sello. 
Segundo. No se atreverá a entrar en nuestra capital sin una orden expresa nuestra; 
en tal circunstancia, los habitantes tendrán un aviso de dos horas para permanecer en 
sus casas. 
Tercero. El citado Hombre-Montaña deberá reducir sus paseos a nuestras carreteras 
principales, y no intentar caminar o reposar en los prados o campos de grano. 
Cuarto. Cuando camine por las citadas vías deberá tener gran cuidado de no 
pisotear los cuerpos de ninguno de nuestros amados súbditos, sus caballos y carruajes; 
tampoco cogerá entre sus manos a ninguno de los mencionados súbditos sin su 
consentimiento. 
Quinto. Si un envío requiere una urgencia extraordinaria el Hombre-Montaña 
deberá llevar en su bolsillo al mensajero y su caballo durante un viaje de seis días de 
duración una vez cada luna, y lo devolverá sano y salvo, si se le requiriese, a Nuestra 
Imperial Presencia. 
Sexto. Deberá sernuestro aliado contra nuestros enemigos, en la isla de Blefuscu y 
deberá esforzarse en destruir su flota, que actualmente se está preparando para 
invadirnos. 
Séptimo. Que el citado Hombre-Montaña, en sus momentos de ocio, deberá 
ayudar y colaborar con nuestros trabajadores de la construcción a levantar algunos 
grandes bloques de piedra para cubrir los muros del parque principal y de otros 
edificios reales. 
Octavo. Que en el plazo de dos meses, el citado Hombre-Montaña deberá 
entregar un informe exacto de la circunferencia periférica de nuestros dominios, 
contando sus propios pasos a lo largo de las costas. 
 24 
Finalmente, que previo juramento solemne de observar todas las condiciones 
anteriores, el Hombre-Montaña tendrá una asignación diaria de alimento y bebida 
suficiente para sustentar a 1.728 súbditos nuestros, con acceso libre a la Persona Real y 
otras muestras de nuestro favor. Dado en nuestro palacio de Belfaborac, el duodécimo 
día de la nonagésima primera luna de nuestro reinado. 
Yo juré y suscribí estas condiciones con alegría y contento, aunque algunas no eran 
tan honrosas como yo habría podido desear; todo debido a la malicia de Skyresh 
Bolgolam, el almirante en jefe. A partir de aquel momento me soltaron las cadenas y 
disfruté de completa libertad. El emperador en persona me otorgó el honor de su 
presencia durante el transcurso de la ceremonia. Yo demostré mi reconocimiento 
postrándome a los pies de Su Majestad, pero él me ordenó que me pusiera en pie, y, 
después de efectuar numerosos y elogiosos comentarios que no repetiré para no ser 
tildado de vanidoso, añadió que esperaba que yo probase ser un sirviente útil y 
merecedor de todos los favores que ya me había concedido o que me pudiera en un 
futuro conceder. 
El lector se habrá percatado de que en la última de estas cláusulas de mi puesta en 
libertad el emperador estipulaba una asignación de alimento y bebida suficientes para 
sustentar a 1.728 liliputienses. Más tarde, al preguntar a un amigo de la corte cómo 
habían llegado a fijar la cantidad en dicho número en concreto, me explicó lo 
siguiente: que los matemáticos de Su Majestad habían fijado la altura de mi cuerpo 
con la ayuda de un cuadrante, y que habían encontrado que excedía al suyo en la 
proporción de doce a uno. De la semejanza de nuestros cuerpos habían concluido que 
el mío debía de equivaler como mínimo a 1.728 de los suyos y que, por ende, yo 
necesitaría tanta comida como fuera necesaria para alimentar a dicha cantidad de 
liliputienses. De todo ello, el lector podrá hacerse una idea del ingenio de esa gente, 
así como de la prudencia y precisa economía de tan gran príncipe. 
 25 
IV 
Descripción de Mildendo, capital de Lilliput, y del palacio 
del emperador. Conversación entre el autor y un secretario 
de Estado referente a los asuntos de aquel imperio. El autor 
se ofrece al servicio del emperador para la guerra. 
Mi primera petición en cuanto obtuve la libertad fue que se me concediera permiso 
para visitar Mildendo, la capital. El emperador accedió sin dificultad, pero me 
recomendó en especial que no hiciera daño ni a los habitantes ni a sus viviendas. La 
gente se enteró por un bando de que yo tenía interés en visitar la ciudad. La muralla 
que la circunda tiene una altura de dos pies y medio y por lo menos once pulgadas de 
anchura, de modo que un carruaje y sus caballerías pueden transitar por ella con gran 
seguridad; está flanqueada por robustos torreones cada diez pies. Pasé por encima de 
la gran puerta occidental y me deslicé con gran cuidado, y de lado, por las dos arterias 
principales, vestido únicamente con el chaleco corto por miedo a dañar los tejados y 
aleros de las casas con los faldones de mi casaca. Caminé con la máxima cautela a fin 
de no aplastar a los rezagados que pudieran permanecer en las calles, aunque se 
habían dado órdenes muy severas a fin de que todo el mundo, en vista del peligro, se 
quedara en su casa bajo su propia responsabilidad. Pensé que no había visto en todos 
mis viajes un lugar más poblado al observar completamente abarrotadas de curiosos 
las ventanas de los desvanes y las terrazas de las casas. 
La ciudad es un cuadrado perfecto; cada lado de la muralla tiene una longitud de 
quinientos pies. Las dos grandes calles que la cruzan y dividen en cuatro partes miden 
cinco pies de anchura. Los callejones y callejuelas que, sin entrar, solo pude ver al 
pasar únicamente miden de doce a dieciocho pulgadas. La ciudad tiene capacidad 
para albergar a unas quinientas mil almas. Las casas tienen de tres a cinco pisos. Las 
tiendas y mercados están bien surtidos. 
El palacio del emperador está ubicado en el centro de la ciudad, donde confluyen 
las dos calles principales. Está rodeado por un muro de dos pies de altura, a una 
distancia de veinte pies de los edificios. Tenía permiso de Su Majestad para traspasar 
este muro; y puesto que el espacio entre este y el palacio era tan amplio, me resultó 
muy fácil examinarlo por todos sus lados. El patio exterior es un cuadrado de cuarenta 
 26 
pies y comprende otros dos espacios. En el central están los aposentos reales, que 
tenía grandes deseos de ver, aunque me resultaba extremadamente difícil porque las 
grandes puertas entre una y otra plaza solo tenían dieciocho pulgadas de altura y siete 
de anchura. Además, los edificios del patio exterior medían por lo menos cinco pies de 
altura y me era imposible pasar por encima de ellos sin causar un daño irremediable al 
conjunto, aunque los muros estaban fuertemente construidos en piedra tallada con un 
espesor de cuatro pulgadas. Al mismo tiempo, el emperador tenía grandes deseos de 
que contemplara la magnificencia de su palacio. No pude hacerlo, hasta tres días 
después, tiempo que pasé talando con mi cuchillo algunos de los mayores árboles del 
parque real, a unas cien yardas de la ciudad. Con estos árboles hice dos taburetes de 
unos tres pies de altura cada uno y lo suficientemente fuertes para soportar mi peso. 
Una vez se hubo avisado a la gente por segunda vez, atravesé de nuevo la ciudad 
hacia el palacio con los dos taburetes en la mano. Cuando llegué junto al patio 
exterior, me subí a un taburete, tomé el otro en la mano y, levantándolo por encima 
del tejado, lo deposité con cuidado en el espacio entre el primer y segundo patio, de 
unos ocho pies de anchura. Pasé luego por encima de los edificios con mucha facilidad 
de un taburete a otro y retiré el primero tras de mí con un palo terminado en un 
gancho. Con esta estratagema llegué al patio central y, recostándome de lado, 
acerqué el rostro a los pisos intermedios, cuyas ventanas habían sido dejadas abiertas 
a propósito, y descubrí los aposentos más espléndidos que imaginarse puedan. Allí vi 
a la emperatriz y a los jóvenes príncipes en sendas habitaciones rodeados por sus 
principales sirvientes. Su Alteza Imperial se dignó sonreírme muy graciosamente y me 
tendió la mano por la ventana para que se la besara. 
Pero no adelantaré al lector más descripciones de este tipo porque las reservo para 
un trabajo más extenso que está ahora casi listo para la imprenta y que contiene una 
descripción general de este imperio desde sus orígenes, una larga sucesión de 
príncipes con un relato detallado de sus guerras y política, leyes, cultura y religión, su 
flora y fauna, sus costumbres y usos peculiares, con otros temas de gran interés y 
utilidad. Por el momento, mi principal intención es solo relatar los acontecimientos y 
sucesos que acaecieron a la gente y a mí mismo, durante los aproximadamente nueve 
meses que residí en aquel imperio. 
Una mañana, unos quince días después de haber sido liberado, Reldresal, el 
denominado secretario de Estado para Asuntos Privados, vino a visitarme acompañado 
solo de un sirviente. Ordenó que su carruaje le esperara a cierta distancia y me pidió 
que le concediera una audiencia de una hora; accedí rápidamente, habida cuenta de 
su categoría, méritos personales y de los excelentes oficios prestadosen mis 
peticiones a la corte. Le ofrecí recostarme a fin de que le fuera más fácil hacerse 
inteligible; pero, en lugar de eso, prefirió que yo le sostuviera en la mano mientras 
conversábamos. Empezó por felicitarme por mi liberación y dijo que podría presumir 
 27 
de tener algún mérito en ella; pero, sin embargo, añadió que de no ser por la situación 
actual de los asuntos de la corte, tal vez no me habría sido posible el haberla obtenido 
tan pronto. «Porque —dijo—, por muy floreciente que nuestra situación pueda parecer 
a los extranjeros, estamos bajo el influjo de dos poderosos males: una facción violenta 
en el interior y el peligro de una invasión desde el exterior por parte de un enemigo 
muy poderoso. Por lo que se refiere al primero, debéis entender que desde hace más 
de setenta lunas, en este imperio existe un conflicto entre dos partidos respectiva y 
característicamente denominados Tramecksan y Slamecksan por los tacones altos y 
bajos de sus zapatos. Se dice que los tacones altos están más de acuerdo con nuestra 
antigua Constitución; pero, por lo que fuera, Su Majestad ha determinado emplear 
solo a los tacones bajos en la administración del gobierno y en todos los cargos 
dependientes de la corona, como sin duda no habréis dejado de observar; y que, 
particularmente, los tacones imperiales son al menos un drurr más bajos que 
cualquiera de los de la corte (el drurr equivale aproximadamente a la catorceava parte 
de una pulgada). La animosidad entre estos dos partidos llega al extremo de no comer 
ni beber juntos y de ni siquiera hablarse. Calculamos que los Tramecksan o tacones 
altos nos superan en número, pero nosotros tenemos todo el poder. Sospechamos 
que el heredero de la corona, Su Alteza Imperial, tiene propensión hacia los tacones 
altos; por lo menos, distinguimos con claridad que uno de sus tacones es más alto que 
el otro, lo que le hace cojear un poco al andar. 
»Ahora bien, en medio de estas inquietudes internas, nos amenaza una invasión 
desde la isla de Blefuscu, que es el otro gran imperio del universo, casi tan extenso y 
poderoso como el de Su Majestad. Porque, por lo que se refiere a vuestras 
afirmaciones, a saber, que existen reinos y Estados en el mundo habitados por seres 
de vuestro tamaño, nuestros filósofos albergan serias dudas y más bien suponen que 
habéis bajado de la luna o de una de las estrellas porque, sin duda, cien mortales de 
vuestro tamaño destruirían en poco tiempo todos los frutos y rebaños de los dominios 
de Su Majestad. Además, nuestra historia de seis mil lunas no hace mención alguna de 
otras regiones aparte de los dos grandes imperios de Lilliput y Blefuscu. Y, como os 
iba a explicar, estas dos fuertes potencias están enzarzadas en una encarnizada guerra 
desde hace treinta y seis lunas. Empezó de la manera siguiente. En todas partes se 
admite que el modo original de cascar los huevos para comérselos es hacerlo por el 
extremo más ancho; pero el abuelo de Su Majestad, cuando era niño, se dispuso una 
vez a comer un huevo y, al romperlo a la antigua usanza, se cortó un dedo. Ante este 
hecho, su padre, el emperador, publicó un edicto ordenando a todos sus súbditos que 
rompieran los huevos por el extremo más estrecho so pena de sufrir grandes castigos. 
Tan a mal se tomó el pueblo esta ley que, por esta causa, ha habido seis rebeliones a 
lo largo de nuestra historia; y en ellas, un emperador perdió la vida y otro la corona. 
Estos disturbios domésticos estaban constantemente fomentados por los monarcas de 
 28 
Blefuscu; y cuando eran sofocados, los exiliados huían siempre hacia aquel imperio en 
busca de refugio. Se ha calculado que, en diversas épocas, unas once mil personas han 
preferido morir antes que someterse a romper los huevos por el extremo más estrecho. 
Muchos centenares de volúmenes se han publicado sobre esta controversia; pero, 
desde hace mucho tiempo, los libros de los partidarios del extremo ancho están 
prohibidos y todos los miembros del partido están legalmente incapacitados para 
acceder a un empleo. En el transcurso de estos disturbios los emperadores de Blefuscu 
han protestado con frecuencia a través de sus embajadores acusándonos de provocar 
un cisma religioso, al atentar contra un dogma fundamental de nuestro gran profeta 
Lustrog en el capítulo cincuenta y cuatro del Brundecral [que es su Corán]. Sin 
embargo se piensa que esto es solo una mera deformación del texto, ya que las 
palabras son estas: “Que todos los verdaderos creyentes rompan los huevos por el 
extremo adecuado”; el determinar cuál es este extremo parece quedar, en mi humilde 
opinión, a la conciencia de cada hombre o, por lo menos, al arbitrio del primer 
magistrado. Ahora bien, los exiliados partidarios del extremo ancho han encontrado 
tanto apoyo en la corte del emperador de Blefuscu y tanta ayuda y aliento secretos en 
su partido aquí que desde hace treinta y seis lunas se libra una sangrienta guerra entre 
los dos imperios, con dispar fortuna. Durante su transcurso hemos perdido cuarenta 
grandes naves y un número mucho mayor de navíos más pequeños, junto con treinta 
mil de nuestros mejores marinos y soldados, y se calcula que los daños sufridos por el 
enemigo son algo más importantes que los nuestros. En estos momentos, sin 
embargo, han organizado una escuadra numerosa y se están preparando para 
atacarnos; y Su Majestad Imperial, que ha depositado gran confianza en vuestro valor, 
me ha ordenado que os pusiera al corriente de estos asuntos.» 
Pedí al secretario que presentara mis humildes respetos al emperador y le 
transmitiera mi opinión de que, como extranjero, no debería inmiscuirme entre las dos 
partes; pero que estaba dispuesto a defender su persona y Estado contra cualquier 
invasor, aun a riesgo de mi vida. 
 29 
V 
El autor impide una invasión con una estratagema poco 
usual. Se le concede una elevada dignidad honorífica. 
Llegan embajadores del emperador de Blefuscu para pedir la 
paz. Incendio accidental de los aposentos de la emperatriz. 
Interviene el autor para salvar el resto del palacio. 
El imperio de Blefuscu es una isla ubicada al nornordeste de Lilliput, separada 
únicamente por un canal de ochocientas yardas de ancho. Aún no la había visto, y al 
enterarme del proyecto de invasión evité aparecer por esa zona costera pues temía ser 
descubierto por algún barco del enemigo, que desconocía mi existencia. Pues estaba 
estrictamente prohibido, bajo pena de muerte, toda comunicación entre los dos 
imperios mientras durase la guerra; y se había aplicado un embargo a todos los barcos, 
sin excepción, por orden de nuestro emperador. Comuniqué a Su Majestad un 
proyecto para apresar a toda la flota enemiga, la cual, según aseguraban nuestros 
exploradores, estaba anclada en el puerto, lista para zarpar al primer viento favorable. 
Consulté a los marinos más expertos cuál era la profundidad del canal que ellos habían 
sondeado con frecuencia; me informaron de que la parte central con la marea alta era 
de setenta glumgluffs, lo que en Europa equivaldría a seis pies; en el resto, la 
profundidad no rebasaba los cincuenta glumgluffs. Me encaminé hacia la costa 
nordeste, frente a Blefuscu, donde tendido detrás de un montículo saqué mi pequeño 
catalejo de bolsillo y observé a la flota enemiga anclada, compuesta por unos 
cincuenta barcos de guerra y un gran número de cargueros. Entonces regresé a casa y 
encargué, con licencia especial, una gran cantidad de cable solidísimo y barras de 
hierro. El cable era del grosor de un cordel de cáñamo, y las barras, largas y grandes 
como una aguja de punto. Trencé tres cuerdas para hacerlas más resistentes y por la 
misma razón uní las barras de hierro de tres en tres, doblando los extremos en forma 
de gancho. Así pues, provisto de cincuenta ganchos con sus correspondientes cables, 
volví a la costa nordeste y, después de quitarme la casaca, zapatos y calcetines, 
penetré andando mar adentro con el jubón de cuero, una media hora antes de que 
subiese lamarea. Vadeé con la máxima rapidez y, ya en el centro del canal, nadé unas 
treinta yardas hasta que hice pie y alcancé la flota en menos de media hora. Al verme, 
 30 
el enemigo se asustó tanto que la tripulación de los barcos saltó por la borda y ganó a 
nado la orilla donde no podía haber menos de treinta mil almas. Entonces cogí mis 
aparejos, y, luego de fijar un gancho en el agujero de cada proa, até todas las cuerdas 
por el otro cabo. Mientras realizaba esta operación, el enemigo disparó millares de 
flechas, que en su mayoría me alcanzaron en manos y cara, cosa que, aparte de un 
intenso dolor, me perturbaba mucho en la operación. Temía especialmente por mis 
ojos, que podría haber perdido irremisiblemente de no habérseme ocurrido una 
repentina solución. En un bolsillo secreto guardaba, entre otros pequeños útiles, unas 
gafas que no habían descubierto los emisarios del emperador cuando me registraron, 
según he apuntado anteriormente. Las saqué y las sujeté a mi nariz tan fuerte como 
pude y, así protegido, continué impertérrito la operación, a pesar de las numerosas 
flechas enemigas que se estrellaban contra los cristales de mis gafas, pero sin más 
consecuencia que un mínimo desarreglo. Cuando tuve fijados todos los ganchos, 
agarré el nudo de las cuerdas y comencé a estirar, pero ni un barco se movió porque 
todos estaban demasiado bien anclados. Faltaba realizar lo más arriesgado de la 
operación. En consecuencia, solté la cuerda pero dejé los ganchos sujetos a los barcos 
y, sin pensarlo, corté apresuradamente con mi navaja los cables que fijaban las anclas, 
a costa de recibir más de doscientos flechazos en cara y manos. Entonces agarré el 
extremo anudado de las cuerdas a los que estaban sujetos los ganchos y con gran 
facilidad conseguí mover cincuenta de los mayores barcos de guerra enemigos. 
Los blefuscuitas, que no imaginaban lo que yo pretendía, al principio quedaron 
atónitos de confusión. Me habían visto cortar los cables y pensaron que intentaba 
llevar los buques a la deriva o bien hacer que chocaran entre sí. Pero cuando vieron 
que toda la flota se desplazaba de un modo ordenado y que yo tiraba por un extremo, 
lanzaron indescriptibles e inimaginables gritos de dolor. Cuando salí del peligro, me 
paré un momento para arrancarme las flechas que tenía clavadas en el rostro y manos 
y para frotarme con el ungüento que me habían dado al llegar a Lilliput, como he 
mencionado anteriormente. Entonces me quité las gafas y después de esperar cerca 
de una hora a que la marea bajara un poco, crucé el centro del canal con mi 
cargamento y llegué a salvo al real puerto de Lilliput. 
El emperador y toda su corte permanecían en la orilla esperando el resultado de 
esta gran empresa. Veían cómo los barcos se aproximaban en forma de una gran 
media luna, pero a mí no me podían divisar porque el agua me llegaba hasta el pecho. 
Cuando llegué al centro del canal aún sufrieron más, puesto que el agua me cubría 
hasta el cuello. El emperador dedujo que me había ahogado y que la flota enemiga se 
acercaba con propósitos bélicos; pero se tranquilizó pronto porque, a cada paso que 
yo daba, la profundidad disminuía, y en cuanto me pudo oír alcé el cabo de la cuerda 
que mantenía sujeta a la flota y grité con voz potente: «¡Viva el muy poderoso 
 31 
emperador de Lilliput!». Este gran príncipe acogió mi llegada con grandes elogios, y 
en aquel mismo lugar me concedió el título de nardac, su honor máximo. 
Su Majestad quería que realizara otra salida para capturar y llevar a puerto el resto 
de la flota enemiga. La ambición de los príncipes es tan desmesurada que parecía 
pensar solo en convertir el imperio de Blefuscu en provincia suya, bajo el mando de un 
virrey, destruir a los exiliados favorables al extremo ancho y obligar a los blefuscuitas a 
romper el huevo por el extremo angosto, con lo cual él se convertiría en el único 
monarca del universo, pero procuré disuadirle de su propósito con numerosos 
argumentos, tanto de índole política como de justicia. Y protesté abiertamente 
diciendo que yo nunca sería el instrumento para esclavizar a un pueblo libre y valiente. 
Los miembros más sensatos del Consejo compartieron mi opinión cuando se debatió 
este asunto. 
La sinceridad y franqueza de mi declaración era tan opuesta a los proyectos y la 
política de Su Majestad Imperial que no me lo perdonó nunca. Ante el Consejo —se 
me dijo que algunos de los miembros más sensatos me apoyaban al menos con su 
silencio— mencionó el tema de una manera muy astuta. Pero otros, que parecían ser 
mis enemigos secretos, no pudieron reprimir algunas indirectas dirigidas contra mí. A 
partir de entonces, se fraguó una intriga entre Su Majestad y una fracción de ministros 
maliciosamente inclinados contra mí y que estalló en menos de dos meses y 
probablemente me habría aniquilado por completo. ¡Qué poco pesan los grandes 
servicios prestados a los príncipes, cuando se contrapesan con la negativa a satisfacer 
sus pasiones! 
Unas tres semanas después de aquella hazaña, se presentó una solemne embajada 
de Blefuscu con humildes propuestas de paz. Esta fue ratificada con rapidez mediante 
un tratado en condiciones ventajosas para nuestro emperador que, para no aburrir al 
lector, no voy a enumerar. La embajada se componía de seis delegados y un séquito 
de unas quinientas personas, que efectuaron una entrada esplendorosa como 
correspondía a la grandeza de su señor y a la importancia del asunto. Una vez firmado 
el tratado, al que yo había efectuado algunas buenas aportaciones haciendo uso del 
crédito que entonces tenía o parecía tener en la corte, Sus Excelencias, que habían 
sido secretamente informados de cuánto les había favorecido, me hicieron una visita 
protocolaria. Empezaron por alabar mi valor y generosidad. Me invitaron a visitar su 
reino en nombre del emperador y me pidieron que les demostrara mi fuerza 
prodigiosa sobre la que se contaban maravillas; a todo ello accedí gustoso, pero no 
voy a molestar al lector con más detalles. 
Después de haber agasajado a su entera satisfacción y sorpresa a Sus Excelencias 
durante un buen rato, les pedí que me concedieran el honor de presentar mis más 
humildes respetos al emperador, su señor, que había justamente colmado de 
admiración al mundo entero con la fama de sus cualidades, y a cuya real persona había 
 32 
decidido visitar antes de regresar a mi país. Por consiguiente, en la primera ocasión 
que tuve el honor de visitar a nuestro emperador, pedí autorización para ver al 
monarca de Blefuscu, a lo que, según pude palmariamente notar, accedió con mucha 
frialdad. No conseguí descubrir el motivo de semejante actitud, hasta que cierto 
personaje me hizo llegar el rumor de que Flimnap y Bolgolam habían interpretado mi 
trato con aquellos embajadores como una muestra de desafecto, de lo que puedo 
asegurar que mi alma estaba totalmente libre. Y así, por vez primera, empecé a darme 
cuenta de la imperfección de las cortes y sus ministros. 
Tengo que puntualizar que aquellos embajadores y yo nos comunicábamos a través 
de un intérprete, ya que las lenguas de ambos imperios diferían tanto como dos 
europeas entre sí. Cada nación se enorgullecía de la antigüedad, belleza y fuerza de 
sus respectivos idiomas, mostrando un claro desdén hacia el del vecino. Sin embargo, 
nuestro emperador, apoyándose en la ventaja adquirida por la captura de la flota 
enemiga, obligó a los embajadores de Blefuscu a presentar sus credenciales y a 
pronunciar sus discursos en la lengua liliputiense. Debe manifestarse que, debido a la 
relación comercial entre ambos reinos, a la mutua y continua llegada de exiliados de 
los dos lugares, y a la común costumbre de enviar a los jóvenes nobles y a los ricos 
acomodados al otro país para refinarse viendo mundo y tener contacto con gente y 
costumbres nuevas, había pocas personas importantes, comerciantes, marinos y 
habitantes de las zonas costeras que no conocieran las dos lenguas. Esto lo descubrí 
poco tiempo

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