Los Krahô eran dueños de una amplia zona del Brasil, pero actualmente solo subsisten unos 3.500 que habitan unos 40 poblados en una suerte de reserva en el estado norteño de Tocantins. Esa zona, conocida como Cerrado y demarcada en 1940 tras una masacre concretada por rancheros que terminó con docenas de muertos, incluidos niños y mujeres, alberga una gran diversidad biológica y cultural, y es considerada sagrada para esos pueblos originarios.

João Salaviza y Renée Nader Messora regresan a esa región, donde filmaron en 2018 Chuva é cantoria na aldeia dos mortos, para por un lado narrar la vida de Patpro, su familia y su comunidad, quienes deben vigilar -incluso apelando al uso de armas de fuego- que los criadores de ganado no avancen sobre sus tierras o que los traficantes de animales no se lleven monos y aves que habitan en el corazón de la selva.

No son tiempos fáciles para los Krahô (la película está ambientada en tiempos de pandemia, creciente deforestación y calentamiento global, más el desinterés o incluso la animadversión de gobierno de Jair Bolsonaro), pero Patpro está dispuesta a viajar hasta Brasilia para participar de una manifestación junto a otras etnias como los Pataxó, los Guaraníes, los Xavante y los Kayapó.

La película va de la intimidad cotidiana (la convivencia con la naturaleza más virgen) a lo político, del presente al pasado (se reconstruye con crudeza el mencionado genocidio de 1940), de las tradiciones milenarias y ritos ancestrales a un presente con computadoras y celulares, del machismo a una actualidad en la que las mujeres quieren ser chamanas y encabezar las luchas, del documental de observación con impronta etnográfica a una ficción coral a partir de un guion que los realizadores firman junto a los propios protagonistas.

Crowrã tiene múltiples aristas, niveles, matices, elementos y alcances: desde el papel de la FUNAI (organismo oficial para la protección de los pueblos originarios) hasta la conformación de un ejército indígena para defender su territorio, los rituales, cantos y procesiones con cuerpos pintados, un nivel espiritual que que habla de antecesores pero también de descendientes, una dimensión cinéfila que enfrenta a estos indígenas con los rancheros que parecen cowboys surgidos de los westerns y se expanden a pura codicia y violencia.

Estamos ante una película hecha con rigor, respeto, compromiso y sensibilidad, pero no por eso aburrida ni panfletaria. Lejos de la bajada de línea, se trata de un registro luminoso y necesario a la vez, que apuesta a las más nobles herramientas del cine (las imágenes son muy bellas sin caer en la ostentación ni el regodeo) para contar una historia y un presente de lucha, resistencia, supervivencia y respeto por la naturaleza.


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