La Sangre de Jesús

David Wilkerson (1931-2011)

La mayoría de los cristianos conoce la sangre que Jesús derramó por nosotros. Cuando Cristo levantó la copa en la última Pascua, dijo: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama(Lucas 22:20).

Recordamos su sacrificio cada vez que celebramos la Cena, pero ese es el límite del conocimiento que la mayoría de los cristianos tienen sobre la sangre de Jesús. Sólo sabemos de la sangre que se derrama y no de la que se rocía.

La primera referencia bíblica a la aspersión de sangre se encuentra en Éxodo 12:22. A los israelitas se les ordenó tomar un manojo de hisopo (una planta purificadora), mojarlo en la sangre de un cordero inmolado y rociarlo sobre el dintel y dos postes laterales de la puerta de entrada. Esa noche, cuando el ángel de la muerte llegaba y veía la sangre en los postes de la puerta, pasaba por encima de la casa.

Por favor, comprende que mientras la sangre permaneciera en el recipiente, no tendría ningún efecto; era simplemente sangre que había sido derramada. La sangre sólo tenía poder para salvar cuando se sacaba del recipiente y se rociaba.

¿Por qué los israelitas no pudieron simplemente haber puesto la vasija con sangre en el umbral y decir: “No importa lo que hagamos con ella, después de todo, la sangre es sangre”? Supongamos que hubieran puesto el recipiente sobre una mesa cubierta de lino o sobre un pedestal justo al lado de la puerta. Si hubieran hecho eso, el ángel de la muerte habría golpeado esa casa. La sangre tuvo que ser sacada del recipiente y rociada sobre la puerta para cumplir su propósito de protección.

Esta sangre en Éxodo 12 es un tipo de la sangre de Cristo. La sangre que fluyó en el Calvario no fue en vano; no cayó al suelo y desapareció. No, esa preciosa sangre fue recogida en una fuente celestial.

Si Cristo es Señor de tu vida, los postes de tus puertas han sido rociados con su sangre. Esta aspersión no es sólo para el perdón sino también para la protección contra todos los poderes destructores de Satanás. La sangre de Jesús no ha quedado en el recipiente, sino que ha sido sacada y rociada sobre tu corazón.