LA MISERICORDIA EN SANTA LUISA DE MARILLAC (VI)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad, Espiritualidad vicencianaLeave a Comment

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  1. EL PERDÓN

La manera de manifestar un afecto sincero comienza por el perdón. Jesús lo enseña, al menos dos veces, como condición para la convivencia: en el sermón llamado de la montaña y en el discurso del c. 18 de Mateo. San Pablo lo tuvo presente cuando quiso corregir las divisiones en la iglesia de Corinto y les escribió la segunda carta. También es uno de los consejos que escribe santa Luisa en un reglamento: «Vivirán en buena unión y se tolerarán mutuamente, se pedirán perdón inmediatamente por los menores motivos de disgusto que se den»». Y se lo aconseja a las Hermanas que van destinada a Arras, ciudad lejana y peligrosa a causa de las guerras: «Vivirán en buena unión y se tolerarán mutuamente, se pedirán perdón inmediatamente por los menores motivos de disgusto que se den». San Vicente, por su parte, escribe a una comunidad de Hijas de la Caridad que estaba dividida: «El tercero [medio] es que os deis todas un abrazo después de la comunión y os pidáis mutuamente perdón».

En las cartas que la fundadora envía a las comunidades insiste en el perdón como sostén de la unión o como bálsamo para aliviar las heridas de los roces diarios. Unas veces el perdón va solo. otras. unido a la tolerancia y a la cordialidad y otras, acompañado de su amiga, la mansedumbre’. Todavía es actual un párrafo de la carta que escribió a las Hermanas de Bernay:

«Tengo que deciros otra práctica que nuestro muy Honorable Padre nos ha recomendado en la última conferencia, y es la de que tan pronto como nos demos cuenta de que hemos disgustado o estamos disgustando a una o a varias de nuestras Hermanas, nos pongamos inmediatamente de rodillas para pedirles perdón… ¡Ah! ¡Qué práctica! Os la recomiendo, por amor a Nuestro Señor».

La práctica a la que se refiere santa Luisa, parece que la ense­ñaba frecuentemente san Vicente, pues trece años antes ya se la había explicado en una conferencia:

» ¡Bendito sea Dios, hermanas mías! Así es como hay que portarse para conservar una perfecta unión. Un día hablaba con una superiora de las Ursulinas de Gisors; y me habló de la unión y del acuerdo que había entre sus religiosas. Yo le pregunté con extrañeza: Madre, ¿qué hacéis para tener esa unidad en vuestra comunidad, y que no haya nunca diferen­cias entre ellas? Ella me respondió: Tan pronto como apare­ce algún motivo, nuestras hermanas tienen la costumbre de ponerse de rodillas y pedirse perdón entre sí, de forma que no puede entrar la desunión. ¡Oh, qué medio más excelente! Apreciad mucho esta práctica, y hacedlo lo antes posible, apenas os deis cuenta de que alguna hermana se ha enfadado o tiene motivos para enfadarse con vosotras».

Pero ¿qué es el perdón? El perdón no supone que se considere la falta como no cometida ni existente, pues lo que se ha hecha hecho está. Igual de claro lo tenía santa Luisa cuando meditaba que «tan pronto corno nuestro primer padre hubo pecado, la bondad d Dios, apiadándose de la naturaleza humana, prometió reparar si falta por la Encarnación de su Verbo».

Perdonar tampoco es olvidar sin más. Algunas veces es fácil olvidar, decía santa Luisa, pues «si pasa alguna pequeña cosa ente ellas, después de pedirse perdón, se olvida todo» (c. 545). Pero otras veces será imposible borrar de la memoria el pasado, y habrá ocasiones en que conviene no olvidar para aprender de la vida y no cometer los mismos errores. Santa Luisa puede ser un ejemplo de perdón sincero que no puede olvidar las ofensas que le causó la sociedad, su familia, indirectamente su hijo y hasta las Hermanas pero siempre perdonó.

Ni el castigo está reñido con el perdón. El castigo puede justificarse como corrección o educación, como utilidad pública o privada, es el rencor lo que nunca puede justificarse. Así aparece en la escena del profeta Natán anunciando a David, perdonado, el castigo por su pecado: «David dijo a Natán: He pecado contra Yahve. Respondió Natán a David: También Yahveh perdona tu pecado: no morirás. Pero por haber ultrajado a Yahveh con ese hecho, el hijo que te ha nacido morirá sin remedio» (2 Sam 12, 13s), y en el Éxodo se describe a cada paso el pecado del pueblo, el perdón y el castigo a veces hasta la muerte. Igualmente conviene recordar que, estando Luisa de Marillac ausente de Paris. una Hermana joven salía de casa a escondidas para hablar con su confesor. con escándalo de la gente y de otras Hermanas que la veía salir a ocultas. Enterada la Santa escribió, para poner remedio y se la perdonara. pero también se la castigara con misericordia:

«No veo otra solución que la de enviarla a Santa María, [pero] como si fuera a hacer ejercicios espirituales… No sé si le ha quitado usted las llave; hay que hacerlo, pero sin que sospeche que es por desconfianza. Y busca la disculpa: «Todo el mal no tiene otra causa que el apego a los confeso­res”.

Perdonar es quitar del corazón el odio, el rencor, el resenti­miento, la venganza o el ansia de castigar. Santa Luisa con la agu­deza que la caracteriza, analiza finamente el perdón de Cristo en la cruz: «Las burlas son propias de los que no creen ni quieren obrar el bien si no ven milagros. Jesús, al perdonar, al pedir perdón discul­pándoselos, demuestra que no hay en El ningún resentimiento ni deseo de venganza por los desprecios».

6.1 La comprensión facilita el perdón

Perdonar es aceptar al otro tal como es, sin odiarlo, aunque ten­gamos que luchar contra él y contra la maldad. Para perdonar es necesaria la comprensión. Si se comprende ya se perdona. Casi no se necesita el perdón, pues comprender es no juzgar y cuando no se juzga, quiere decir que no se le considera culpable, se le perdona.

Este es uno de los motivos que alega santa Luisa para perdonar continuamente y que con frecuencia suena a complejo de culpabilidad Postura que impactó en una Hermana que vivió a su lado muchos años y la recordó en la conferencia que dio san Vicente, después de muerta santa Luisa, sobre sus virtudes: «Siempre sabía excusar a las que molestaban y por eso, cuando le hablaban de las faltas que algunas cometían, siempre buscaba alguna excusa». Un ejemplo lleno de compasión y de perdón lo leemos en las cartas que le envió san Vicente a santa Luisa con motivo de la desgracia de sus tíos los Marillac ante el poderoso Richelieu.

Y es que muchas veces las cosas no son como nosotros las vemos, pues «no todo lo que tiene apariencia de mal es siempre malo sino que muchas veces lo es tan sólo en nuestros sentimiento. y opiniones… A este respecto recordarán la enseñanza ejemplo de nuestro muy Honorable Padre,… pedir perdón c las que vieran enfadadas, aunque no les hubieran dado ningún motivo por su parte. Y si se les metiera en la cabeza alguna de esas mujeres y muchachas que ellas no han ido sino para hacerlas saltar y salir del hospital, ¡en nombre de Dios, Hermanas!, sufran esas pequeñas sospechas, pero al mismo tiempo, traten en cuanto puedan de evitarlas con sumisión y cordialidad».

La misericordia, para ser virtud sobrenatural y no solamente un sentimiento humano, debe fundamentarse en la humildad. La humildad de reconocer que también nosotros ofendemos.

Reconocer nuestras limitaciones y fallos, favorece las entrañas de misericordia y de perdón, corno lo expuso Jesús para perdonar a la mujer sorprendida en adulterio. Es maravillosa la escena que cuenta santa Luisa en una de sus cartas:

«Necesito para confusión mía deciros que una Hermana, al pedirle perdón a la compañera por una falta notable, su res­puesta fue tan dulce y tan humilde que al recordarlo me saca las lágrimas: ¡Qué, Hermana mía, usted me soporta tanto! ¿Por qué no soportarla yo a usted?

Porque generalmente las ofensas. en un grupo de amigas que diariamente se encuentras y conversan, brotan de la diversidad de caracteres. Y hay que ser comprensivas. Suceden cosas que para unas son llevaderas. pero para otras son inaguantables. También hay que comprenderlo. Se ha hecho clásico el ejemplo de santa Luisa. porque refleja la realidad humana de siempre:

«Y de la misma manera, cuando vean algún defecto en los otros, ustedes los excusarán. ¡Dios mío, qué razonable es esto, puesto que nosotros cometemos las mismas faltas y necesitamos que se nos excuse también! Si alguien está triste si tiene un carácter melancólico o demasiado vivo o demasia­do lento, ¿qué quiere que haga, si ese es su natural? Y aun­que a menudo se esfuerce por vencerse, sin embargo, no puede impedir que sus inclinaciones aparezcan frecuente­mente. Y tú que debes amarla como a ti misma, ¿podrás enfa­darte por ello, hablarle de mala manera, ponerle mala cara?

El perdón no anula la voluntad del malvado, que puede seguir ­siendo mala, aunque tampoco renuncia a combatirla. Lo que caracteriza al que perdona es la negativa a compartirla. No quiere         añadir odio al odio ni cólera a la violencia. Así aparece Yahvé en el Antiguo Testamento, Jesucristo ante los escribas, fariseos y saduceos y santa Luisa manifestando a san Vicente un pensamiento que debiéramos tener presente en estos tiempos:

«La Hermana de los Galeotes vino ayer a verme deshecha en lágrimas por no poder ya conseguir pan para sus pobres hombres, por lo mucho que se debe al panadero, por un lado, y por la carestía del pan, por otro. Pide prestado y mendiga por todas partes para ello, con mucho trabajo. y para colmo de sus penas, la señora Duquesa de Aiguillon quiere que le haga un escrito de los [galeotes] que ella cree que pueden salir [en libertad]. Yo le encuentro a esto tres graves dificultades: una es que no puede conocerlos más que por el trato que ellos le dan, unos la injurian. otros la alaban, y siendo así, puede cometer injusticia; otra dificultad es que algunos ofrecen dinero a su capitán v al conserje, los cuales ya han empezado a reñirla y acusarla de ser la causa de su desorden; y la tercera dificultad es que los que continúen encarcelados, en la «cadena», cree­rán que ella tiene la culpa. Y ya sabe usted, mi muy Honorable Padre, lo que esos hombres podrán decir y hacer. He dicho a nuestra Hermana que difiera hacer esa memoria hasta que yo tenga orden de su caridad de lo que ella debe hacer».

San Vicente sabía muy bien lo que eran capaces de hacer aque­llos criminales, pero él prefería dar siempre la vuelta a la medalla:

«¿Quién tiene compasión de esos pobres criminales, abando­nados de todos? Las pobres Hijas de la Caridad. ¿No es esto hacer lo que hemos dicho, honrar la gran caridad de Nuestro Señor que asistía a todos los pecadores, incluso a los más miserables, sin tener en cuenta sus delitos?… Hermanas mías, ¡qué dicha servir a esos pobres presos. abandonados en manos de personas que no tenían piedad de ellos. Yo he visto a esas pobres gentes tratados como bestias: esto fue lo que hizo que Dios se llenara de compasión. Le dieron lástima y su bondad hizo dos cosas en su favor: primero hizo que compraran una casa para ellos: segundo, quiso disponer las cosas de tal modo que fueran servidos por sus propias hijas, pues decir hija de la Caridad es decir hija de Dios

Y no solo a las Hermanas, también a un misionero le impone con firmeza la misericordia con los criminales:

«Es propio de los sacerdotes procurar y tener misericordia de los criminales; por eso, no debe usted negar nunca su asistencia a los que piden su intervención, sobre todo cuando en su crimen ha habido más desgracia que malicia. Hay una carta de san Agustín sobre esta materia (no me acuerdo cuál es), en la que demuestra que no es fomentar el vicio, ni auto­rizarlo el procurar librar a los pecadores y a los encarcela­dos por el camino de la intercesión y de la indulgencia, y que pertenece a la caridad y al decoro de los eclesiásticos inter­ceder por ellos. Por tanto, puede usted hacerlo cuando vea que el caso lo merece, y podrá usted prevenir el espíritu de los jueces diciéndoles que no es su intención proteger el cri­men, sino ejercer misericordia, pidiéndola para los culpables y exigiéndola para los inocentes, según la obligación de su estado»’.

6.2 El perdón, el arrepentimiento y el amor

Jesús comienza su misión con la invitación «se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios; convertíos y creed la Buena Noticia», es decir; arrepentíos y cambiad a una vida diferente (Le 1, 15), pero se dirige a los pecadores, no condi­ciona a quienes perdonan. Santa Luisa, en cuanto pecadora, lo lleva a la práctica y se arrepiente: «He sentido gran con­fusión al reconocer que a menudo he faltado a todas estas prácticas por mi soberbia y obstinación, de lo que me arre­piento y pido perdón a Dios y a todas las Hermanas que han podido notario» .

Y arrodillada delante de un crucifico, le reza a Jesús:

«el conocimiento de nuestra flaqueza que se manifiesta en nuestras infidelidades pasadas, nos hace temer que nos rechaces. No obstante, el recordar que no has limitado el número de veces en que hemos de perdonar a nuestros ene­migos, nos hace creer que eso será lo que harás con noso­tras«.

Sin embargo, cuando ella sentía la obligación de perdonar, no exigía, como condición, el arrepentimiento de quien la había ofen­dido, a imitación de Jesús en la cruz. Porque el perdón no hay que considerarlo únicamente en relación al que ofende sino también con relación al que perdona. El perdón es un don que se ofrece gratuita­mente al ofensor por misericordia, no un intercambio de perdón por arrepentimiento; el perdón es incondicional, sin provecho alguno propio, de lo contrario no es perdón: por eso se considera una vic­toria sobre el odio. una victoria que no olvida. pero comprende, que no cancela, pero acepta. que no renuncia al combate para lograr la paz de sí mismo y del otro. El odio es tristeza interior que daña al que la padece. Y la tristeza siempre es un mal. Hay que combatir a los malvados sin odiarlos ni olvidar el pasado, no para señalar al ofensor, sino para aprender y evangelizar.

¡Qué diferente era la postura de las dos primas, Luisa de Marillac y Ana d`Attichy, en relación con la ejecución de su tío el mariscal Luis de Marillac, ordenada injustamente por Richelieu! Luisa siguió relacionándose amigablemente con la sobrina del car­denal, la Duquesa de Aiguillon que era Dama de la Caridad. Por el contrario, Ana clamaba que no quería «ver a la sobrina del asesino de su tío», y se hizo famosa por «el odio tenaz que confesaba contra los que estaban mezclados en la muerte de su tío».

Hay que combatir y suprimir el odio en lo posible con la alegría del corazón o con la misericordia del perdón, cuando la alegría es imposible. Más aún, hay que combatir el odio y el rencor con el amor, porque el perdón incondicional es sublime y se llama amor. El amor cristiano siempre está en relación con el perdón: cuanto más se ama, más se perdona, y cuanto más uno se siente perdonado, ama más (Lc 7,47). Hay que amar aún a los enemigos, porque los tenemos, por eso hay que amarlos, porque existen. Es una de las recomendaciones de Jesucristo en el Monte para ser cristiano, o mejor aún para ser hijos del Padre, y que tanto ha escandalizado a los vengativos, como admirado a los santos. (Mt 5,43-48). El amor es alegría, no impotencia o rencor. Quien ama nunca tiene rencor ni odia en absoluto. Por eso la madre no necesita perdonar a sus hijos. El amor es misericordioso por su misma naturaleza. Nunca pode­mos olvidar que solo el amor divino es infinito, pero el humano tiene que ser incondicional y superior a cualquier ofensa posible. por eso hay que perdonar «setenta veces siempre» a todos los que nos han ofendido (Mt 18, 21-22).

El perdón humano puede hacer las veces del amor cuando éste nos parece imposible, al tiempo que nos prepara para amar, olvidan­do las ofensas. En comunidad continuamente hemos de tener pre­sente que el perdón es de segundo orden comparado con el amor. pero de primera necesidad para una convivencia. A la compañera a la que te es difícil amar, al menos comienza por perdonarla. Así lo declaraba santa Luisa a Sor Bárbara:

«Excite en su corazón un gran amor por nuestra querida Sor Luisa, y mirando a la misericordiosa justicia de nuestro buen Dios, échese a sus pies y pídale perdón por sus sequedades hacia ella y por todas las penas que le ha causado, prometién­dole, con la gracia de Dios amarla como Jesucristo mismo quiere y mostrándole los cuidados que debe tener de ella y abrácela con ese sentimiento verdadero en el corazón«.

Benito Martínez Betanzos, C.M.

CEME, 2015

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