El juez Priest (Judge Priest, 1934), de John Ford | Encadenados - revista de cine

El juez Priest (Judge Priest, 1934), de John Ford

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Una celebración sureña

Centrar la atención sobre una película de John Ford (1894–1973), cuando tiene una producción cinematográfica tan extensa, es un ejercicio de alto riesgo. De modo que pondremos toda la atención para no tomar la parte por el todo. Entre otras razones porque una trayectoria tan prolongada en activo, incluso de genios como el de quien nos ocupa, se presta a firmar obras muy diferentes en temática, calidad, estética e incluso estilo narrativo. Las cambiantes circunstancias sociopolíticas y culturales del momento de producción fomentan ciertas filias y fobias hacia actores y actrices, guionistas, temáticas, paisajes, responsables de fotografía o de la banda sonora, y hasta de productora como es el caso de este director.

La película de la que hablamos se localiza en las primeras décadas del pasado siglo, justo cuando se están produciendo importantes transformaciones de orden económico (la Gran Depresión) y político (New Deal). En cuanto al ámbito que nos interesa, son los años de transición del cine mudo al sonoro, del blanco y negro al color y, sobre todo, de las pequeñas productoras de cine a la configuración de la gran industria cinematográfica de Hollywood en torno a las majors.

Industria que adopta sin complejos las innovaciones en la organización del trabajo que estaba ensayando en la producción de coches, entre otras manufacturas, el ingeniero y empresario Henry Ford. Pero esta celebridad, aunque coetánea, nada tiene que ver con el director de cine John Ford. Prolífico director que además participó ocasionalmente en los ámbitos de la producción, la interpretación e incluso en la escritura de guiones.

Tras esta breve aproximación, nos centraremos en la película El juez Priest (1934), dirigida por un John Ford con apenas 40 años. Ya para entonces se había apropiado y manejaba con solvencia los recursos expresivos que caracterizan a películas de madurez tan distintas como Doctor Bull, La diligencia, Centauros del desierto o El hombre tranquilo.

Se trata de un estilo narrativo reconocible en muchas de sus obras y que, según destacan los estudiosos de su filmografía, lo convierten en maestro de la dirección y un clásico a todos los efectos. De sus aportaciones cabría destacar la dirección de actores, escenografía, profundidad de campo, sentido del humor, así como la pluralidad temática abordada. Aprendizajes adquiridos durante su juventud, mientras colaboraba con el cine mudo y, especialmente, trabajando en las producciones de David Wark Griffith (1875-1948).

Cuando se estrenó El juez Priest recibió buena acogida y reconocimiento, al menos en el contexto norteamericano, pese a censurarle una escena de linchamiento. Fuera de EE. UU. ha pasado más desapercibida porque se considera una obra menor del director. De todos modos, esto no ha sido óbice para que RTVE la haya programado en varias ocasiones y la última hace unos meses. De entrada, la película sorprende tanto por las historias que cuenta como por el trato desenfadado y teatralizado de los personajes, no demasiado frecuente en las películas de John Ford.

Por encargo de la Fox Film Corporation, John Ford asume el compromiso de rodar una comedia con personajes populares cuyo arco interpretativo maneja con mucho oficio. La historia de la película se inspira en una serie de relatos breves, crónicas y artículos escritos por el periodista sureño Irvin S. Cobb en los años posteriores a la guerra civil norteamericana. A partir de esas historias orales y escenas de la vida diaria, Dudley Nichols y Lamar Trotti elaboraron el guion de la película.

Dada la procedencia de los textos de partida, resulta razonable la presencia en el metraje de escenas y situaciones de la vida cotidiana recreadas por John Ford conforme a sus convicciones narrativas e ideológicas, porque eso era lo que le interesaba y sobre lo que podía polemizar (Garrobo Robles, 2022). Insistimos en lo de recreación porque él no las conoció directamente, como admite cuando se le preguntó en alguna de las entrevistas concedidas, y por ello tira de imaginación.

Las peripecias que se relatan en la película transcurren en una pequeña población sureña en 1890, localizada en Kentucky y empeñada en superar los desgarros de la Guerra de Secesión terminada unos años atrás. La voz en off que lee el texto sobreimpresionado tras los títulos de crédito avisa a los espectadores que los personajes de la historia no son más que «fantasmas familiares de la infancia». De entre todos esos personajes se fija en uno, el juez Priest porque, se dice, es característico del lugar y típico de la tolerancia y sabiduría de la época. Pero de este personaje solo se ha propuesto trazar el semblante más amigable de él y de sus vecinos, todos ellos muy propensos a contar historias conservadas con celo en la memoria colectiva de los habitantes del lugar.

En esta película, por tanto, no se presenta una reflexión documentada y con propósitos historiográficos, sino que ofrece una visión emocional del tiempo y el lugar en el que transcurre la acción. En tono de comedia El juez Priest presenta al público un collage con los fragmentos de las pequeñas historias, en muchas ocasiones cargadas de humor, que les suceden a los personajes que rodean al juez (familia, amigos, encausados, excombatientes, etc.) y con los que este hombre afable y socarrón se relaciona y de los cuales comenta sus vidas y transgresiones.

Gentes ante las que el director marca distancia. De cada colectivo muestra sus miserias, pero también las grandezas sin perder el tono humorístico, como cuando el juez llama la atención al acusado por haberse dormido en pleno juicio, aunque luego se van juntos a pescar. No menos llamativa es la escena en la que, durante la sesión del segundo juicio, un excombatiente y miembro del jurado lanza escupitajos a una tinaja y en función de si caen dentro o fuera, el público congregado en el juzgado lo celebra jaleando al excombatiente.

Personajes y situaciones mediante los que el director expresa lo que piensa sobre el funcionamiento de la justicia de aquel tiempo, sobre la rivalidad del fiscal con el juez porque aspira a la presidencia del juzgado de distrito o la discusión entre los miembros del jurado por recuperar la memoria de las gestas realizadas en el campo de batalla.

Los diálogos y situaciones, casi siempre cargados de doble sentido, salen airosos por la eficacia interpretativa del reparto.

Pero igualmente en esta película se muestran los conflictos entre las familias ricas y las pobres a través de la relación del sobrino del juez con una joven vecina. Relación a la que la madre del muchacho se opone por todo lo que le han dicho sobre la humilde procedencia de la elegida por su hijo, pues tenía previsto para él una chica de familia pudiente. Ante la obstinada actitud de la madre del joven letrado, el juez Priest que trata de mediar, le dice a su cuñada aquello de «Eres capaz de acumular más información falsa en menos tiempo que nadie».

Poco antes de este encuentro, en la taberna de la localidad se había producido una pelea y peligraba la vida de uno de los contendientes. Así que le ofrecieron la defensa del acusado al sobrino del juez Priest, encargo que aceptó a pesar de la opinión de su madre, para lo que contaría con la ayuda del Sr. Priest. Y así empieza el segundo juicio de la película en el que se dirime la responsabilidad de intento de asesinato del acusado, un callado héroe de la guerra. Pero el fiscal recusa al juez por la manifiesta parcialidad, este decide abandonar la presidencia del tribunal y tras uno de sus muchos monólogos (llamativos los que mantiene ante la tumba de su esposa), le pasa la presidencia al honorable Flem Jalley, interpretado por Francis Ford (hermano mayor del director). 

Los diálogos y situaciones, casi siempre cargados de doble sentido, salen airosos por la eficacia interpretativa del reparto. Se trata de actores y actrices que el director conoce bien por haber participado en varias películas. Tal es el caso del protagonista juez Priest (que significa sacerdote), interpretado por el popular actor Will Rogers, cuya gestualidad y monólogos son indescriptibles y fundamentales para el ritmo de la película. El trabajo continuado de John Ford con este actor ha permitido hablar de la «trilogía Will Rogers», constituida por las películas Doctor Bull (1933), El juez Priest (1934) y Barco a la deriva (1935).

El acusado de robar gallinas en el juicio con el que arranca la película y, a la postre amigo del juez, es Feff Poindexter, interpretado por el conocido y eficaz actor Stepin Fetchit. También habitual en los repartos de John Ford es la actriz Hattie McDaniel que en esta ocasión interpreta el papel de Aunt Dilsey que es el ama de llaves de la casa del juez (el único personaje femenino de esta película con algún rasgo positivo).

En el segundo juicio, el acusado por la pelea en la cantina sale absuelto por la ardiente alocución del reverendo Ashby (otro actor habitual: Henry B. Walthall), también excombatiente y que proclama los actos heroicos del acusado en el ejército confederado. El alegato de defensa es apoyado por un largo flashback del campo de batalla en el que aparece el acusado arriesgando su vida por la causa. Es posible que le sobre a las escenas del juzgado algo de teatralidad, pero tanto el movimiento de actores como el dejar ver al fondo de los planos a personajes relevantes para el relato, son dignos de todo reconocimiento.

Llegados a este punto cabe resaltar que películas cuya trama transcurre entre jueces, letrados y delincuentes, es una constante en la historia del cine; desde sus orígenes (en 1899 Méliès realiza un falso documental sobre el affaire Dreyfus), hasta el presente (Anatomía de una caída, 2023). Entre una y otra producción hay cientos de películas que desde distintos planteamientos narrativos y supuestos ideológicos y políticos se estrenan año tras año.

Ford no juzga moralmente a ninguno de los personajes, ya sea el juez Priest, los acusados (los dos salen absueltos), ni siquiera las malas formas del fiscal.

Y algo parecido se observa en la producción de John Ford, jalonada por películas dedicadas a temas judiciales, como El juez Priest, El sol siempre brilla en Kentucky (1953), película en la que el juez también se llama Priest y algunos críticos la consideran como empeño del director para incluir lo que le censuraron en la de 1934. Además, hay otras producciones que abordan cuestiones relacionadas con las leyes, como lo hace tangencialmente en El hombre que mató a Liberty Valance (1962), entre otras.

La inmensa mayoría de títulos cuya trama central aborda asuntos judiciales (cine de tribunales o de «catarsis judicial», Rev. Nosferatu, 32), siguen un patrón más o menos estable conforme al siguiente triángulo: juez/jurado, frente a ellos el acusado y su defensor, mientras que la tercera pata es para el fiscal (Brisset, 2009). Estructura que se repite con ligeras variantes en infinidad de películas enmarcadas en el subgénero del cine de tribunales. Por supuesto, los elementos diegéticos señalados están presentes también en la que nos ocupa, como lo están incluso en el juicio contra los humanos representado en el distópico El planeta de los simios (1968).

John Ford no juzga moralmente a ninguno de los personajes, ya sea el juez Priest, los acusados (los dos salen absueltos), ni siquiera las malas formas del fiscal. El director deja que actores y actrices se muevan con soltura por el escenario que ha dispuesto con toda intención para que manifiesten sus ilusiones y e incluso prejuicios. Desde luego, viendo el primer plano de la película en la que el juez abre la sesión ocultando su rostro tras las viñetas del periódico que está leyendo, el comportamiento de los miembros del jurado o el acusado dormido mientras el fiscal argumenta el delito del que se le acusa, es suficiente para captar la idea que John Ford quiere trasladar sobre el funcionamiento del aparato judicial y de la catadura moral de la sociedad que lo mantiene (Torres-Dulce, 2002).

Tras el alegato apasionado del reverendo al poner de manifiesto el arrojo y valentía en el campo de batalla con los confederados del presunto asesino, sin esperar a la decisión del juez, se precipita la escena final. El fiscal se queda con la palabra en la boca porque tanto los miembros del jurado como el público congregado en el juzgado, saltan de alegría por lo buen soldado que ha sido el encausado (David Landau). Resultado que celebran uniéndose a la marcha que pasa por la calle convocada por la asociación de los veteranos de guerra y animada por los músicos que encabeza Poindexter con su bombo.

Allí acuden gentes de todo tipo y calaña porque es una celebración y por eso el director le dedica un plano general extraordinario. Permite ver tanto a los de la primera fila portando las banderas, como a quienes en el fondo siguen la marcha en carretas o a caballo. Es un plano que al ritmo de las marchas confederadas (música de Cyril Mockridge), funciona como apoteosis final y síntesis de todo lo precedente.

Así John Ford nos invita a participar de la celebración sureña (conservadora) y a tratar de entender el mundo en el que viven las personas que desfilan jubilosas, aunque sigan presas de sus atávicas costumbres. Lo uno y lo otro, bien combinado, es lo que hemos podido contemplar a lo largo del moderado metraje de la película que, sin duda, invitamos a ver tan pronto les se posible.

Escribe Ángel San Martín 

Ford nos invita a participar de la celebración sureña y al mundo en el que viven las personas que desfilan jubilosas.