Don Quijote: Bajo el yelmo de Mambrino

Opinión | Los dioses deben de estar locos

Bajo el yelmo de Mambrino

El alma de la contradicción hace posible que la fealdad y la belleza habiten el mismo cuerpo

La mujer barbuda, 1631. José Ribera.

La mujer barbuda, 1631. José Ribera.

En la historia de don Quijote todo se oculta detrás de la niebla. Estamos acostumbrados a que los hechiceros cambien el aspecto de personas y cosas. Sansón Carrasco presta mágicamente su rostro al Caballero de los Espejos. El burlador de la hija de doña Rodríguez trueca su gallarda apariencia para reproducir el aspecto de Tosilos, gañán y lacayo. Cuando vuelve de Barcelona, por si fuera poco, a don Quijote se le aparece un nuevo Tosilos, acaso falso simulacro del anterior, que ya era, de por sí, otro simulacro. Un reflejo crea al siguiente. El tapiz que forma el día a día se deshilacha progresivamente. Las personas son —y no son— lo que parecen. Belerma y Dulcinea ven dañada su belleza porque están encantadas y sometidas a un hechizo. Pero todavía descubrimos desgracias mayores cuando nos cruzamos con mujeres barbudas y dolientes, con el rostro masculinizado, cruzado por un denso vello facial. Tal fue el castigo impuesto por el gigante Malambruno, causante de estos y mayores males, con los que pretendía provocar a don Quijote, para batirse con él. 

Esta extraordinaria capacidad de vivir simultáneamente en dos realidades opuestas llega, incluso, a los objetos inanimados. Ocurre de manera admirable con el yelmo de Mambrino, que forma parte esencial del atuendo de don Quijote. Es como el capirote infamante del condenado, la marca del loco, el gorro de la infamia, pero a la vez, quijotescamente digno, como una diadema real. El yelmo de Mambrino impone un carácter mágico y cómico a la vez. Robada la famosa bacía de barbero ni siquiera quien fue propietario legítimo de la misma se presta finalmente a reclamar el prodigioso objeto metálico, sometido a las leyes de una misteriosísima alquimia que ha transmutado la bacía en yelmo. Ahora es una cosa y la otra a la vez, yelmo y bacía. Esta confusa ambivalencia termina, para poder ajustarse mejor a la realidad, con la acuñación de un nuevo término: baciyelmo. Sancho es el autor del feliz neologismo. La existencia del baciyelmo viene a demostrar la duplicidad ontológica, la posibilidad de existir siendo dos cosas distintas en el mismo momento y en el mismo lugar. El alma de la contradicción hace posible que la fealdad y la belleza habiten el mismo cuerpo; que alguien pueda ser tanto loco ridículo como imponente caballero; que un analfabeto comedor de ajos sea, asimismo, un sabio enciclopedista de refranes.

La presencia de la belleza es casi una teofanía, y por ello, viene acompañada por momentos de gran confusión. Dorotea, futura reina de Micomicón, aparece por primera vez en la figura de un hermoso efebo. Sus pies desnudos y blancos como el mármol, bañados en el agua fresca de un arroyo, cautivan a Sancho y al cura; de repente, sus ojos lascivos se abren como ocurrió a los ancianos de Babilonia que espiaban a la inocente Susana en el baño. Poco después advierten que tanta belleza masculina corresponde a una mujer que se ha disfrazado de hombre. Hermosa turbación. Belleza es belleza, sea de hombre o de mujer. Así sucede en el caso del atractivo arráez capturado frente a las costas de Barcelona, y que luego resulta ser la hermosa morisca Ana Félix, vestida de hombre. Su amante, don Gaspar, ha quedado retenido en el serrallo; para su protección quedó ataviado de mujer, porque la fineza de su porte y la dulzura de su rostro hubieran excitado el instinto de la sodomía entre sus captores, más atentos a los músculos del varón, que a los volúmenes de la mujer. 

Casi tenemos ante la vista la figura del andrógino, el mítico ser cuya unión masculina y femenina era el reflejo de una armonía más alta, aquella que reconciliaba todas las fuerzas del universo en una única melodía, capaz de mantener el mundo unido por un misterioso amor. Alrededor de don Quijote todo es a la vez falso y verdadero, rústico y delicado, grotesco y hermoso. Los mayores contrastes aquí se reconcilian, se vuelven complemento necesario entre sí para sostener la gran estructura del ser. Y el espíritu de su sabiduría vuela por encima de las aguas del tiempo.

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