Myanmar, disección de un conflicto

Myanmar, disección de un conflicto

El subcomandante en jefe militar de Myanmar, Soe Win (C), saluda durante una ceremonia para conmemorar el 77º aniversario del Día de la Unión del país en Naypyidaw, el 12 de febrero de 2024 – PHOTO/AFP
El subcomandante en jefe militar de Myanmar, Soe Win (C), saluda durante una ceremonia para conmemorar el 77º aniversario del Día de la Unión del país en Naypyidaw, el 12 de febrero de 2024 – PHOTO/AFP
Se han cumplido ya más de tres años desde el inicio del conflicto en Myanmar, el cual ha ido incrementando su nivel de violencia de manera proporcional a su invisibilidad.  La situación no tiene perspectiva de solución, no ya definitiva, sino parcial, a modo de alto el fuego. 

En 1948, Birmania obtuvo la independencia. Entre 1962 y 2011 el país estuvo gobernado por una junta militar que lo dirigió con mano de hierro. Tras ese largo periodo se inició un tímido y gradual proceso de democratización que se materializó en la elección de la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi en noviembre de 2015. El 8 de noviembre de 2020 obtuvo una nueva victoria en unas elecciones que ganó con una mayoría del ochenta por ciento, elecciones que fueron consideradas libres y justas, a pesar de que más de un millón de miembros de minorías étnicas no pudieron votar por motivos de seguridad. Sin embargo, el Ejército de Myanmar (también conocido como Tatmadaw) no aceptó los resultados de los comicios pese haber sido confirmados por la comisión electoral del país. La situación se deterioró muy rápidamente produciéndose un golpe de Estado el 1 de febrero de 2021 que dejó al país sumido en la confusión y el caos desde entonces. 

Para entender el papel de los militares hay que partir del hecho de que Myanmar es lo que el historiador Thant Myint-U denominó una “nación inacabada”. Con este término quería resaltar la falta de sentimiento colectivo, o de identidad nacional, debido a la dificultad de encontrar elementos aglutinadores entre los cientos de grupos étnicos que conforman su población. 

Gran parte de la historia moderna de Myanmar se ha desarrollado bajo una lucha entre las fuerzas del nacionalismo birmano (o bamar), que representan a la mayoría del país, y las numerosas comunidades étnicas minoritarias que exigen autonomía o alguna forma de federalismo que en cierto modo salvaguarde sus derechos y culturas. 

Myanmar
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Durante más de cincuenta años, las Fuerzas Armadas han ejercido el poder de una forma implacable y con efectos manifiestamente negativos en todos los órdenes: social, económico, etc. El Tatmadaw ha sido y sigue siendo, en palabras de David Mathieson, un “Ejército de las Tinieblas”. 

La reacción inmediata al golpe de febrero de 2021 fue la formación de un Movimiento de Desobediencia Civil (MDC) que fue seguido por casi el cuarenta por ciento de todos los funcionarios que anunciaron que no trabajarían para el régimen militar. Del mismo modo, casi desde el momento del golpe, y a la vista de cómo evolucionó la situación, quedó claro para gran parte de los analistas que en Myanmar había, y desgraciadamente hay, poco o ningún espacio para el diálogo o la neutralidad, con todo lo que ello significa. Para los militares, el MDL es un serio obstáculo que amenaza su poder político y su gobierno coercitivo y centralizado, y esto los lleva a continuar tomando medidas más enérgicas contra el movimiento y sus partidarios. 

Las consecuencias del conflicto son más que evidentes. En cifras absolutas, un informe del Instituto de Investigación para la Paz de Oslo indica que al menos 6.337 civiles han sido asesinados desde el golpe de Estado; los desplazados internos, según la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU, son aproximadamente 1,8 millones de personas, y hay unos 18.000 presos políticos en las cárceles, según la Asociación de Ayuda a los Presos Políticos, que lleva el registro del número de muertos y detenidos. Estas cifras son increíblemente altas para un pequeño país como Myanmar, y la tendencia es claramente ascendente. 

Las minorías étnicas están formadas por varias docenas de grupos que representan más del treinta por ciento de la población del país, muchos de ellos cristianos o con grandes grupos de ellos. Como suele suceder en estos casos, son las minorías, étnicas o religiosas las que sufren en mayor medida la violencia y, en el caso de Myanmar, la minoría cristiana es una de las que se lleva la peor parte de los ataques, no estando a salvo ni siquiera aquellas comunidades históricas situadas en estados predominantemente cristianos. Los cristianos forman parte del generalmente pacífico movimiento de resistencia, pero los combates han aumentado en todo el territorio y, aunque no todos los grupos armados de minorías étnicas están implicados, algunos de esta confesión se han unido a la resistencia armada. 

Las fuerzas gubernamentales siguieron atacando aldeas e iglesias cristianas, matando a pastores y cooperantes, y dejando prácticamente intactos los monasterios budistas.  

Los conversos al cristianismo se ven además perseguidos por las familias y comunidades budistas, musulmanas o tribales por haber abandonado su antigua fe y viéndose obligados a apartarse de la vida comunitaria, lo cual lleva aparejado un menor acceso a los recursos básicos. Las comunidades que pretenden seguir siendo sólo budistas, y que cuentan con la aquiescencia del Gobierno, hacen la vida imposible a las familias cristianas al no permitirles utilizar los recursos hídricos de la comunidad. Aunque los monjes budistas están algo divididos respecto al golpe de febrero de 2021, muchos de los más radicales lo apoyan. 

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Todas las conversaciones y discusiones con los grupos étnicos minoritarios sobre su encaje en el país, tratando de lograr una convivencia pacífica, se han visto paralizadas por el golpe, y las consecuencias de la violencia interétnica y las violaciones de los derechos humanos (incluidos los crímenes contra la humanidad e incluso el genocidio) no sientan una buena base para retomar estas conversaciones ni a corto ni a medio plazo. Una de las mayores crisis de refugiados de los tiempos modernos, la de los rohingya, ha tenido lugar en Myanmar como resultado de lo acaecido hace ya casi cuatro años y hoy en día sigue sin resolverse. Es más, el recrudecimiento del enfrentamiento civil no sólo ha hecho que pase a segundo plano, sino que se intensifique. Esta crisis, que tuvo su momento de protagonismo durante unas cuantas semanas y con repercusión mundial, está afectando gravemente a Bangladesh, país que ha recibido el mayor flujo de refugiados de esta etnia, pero la repatriación actualmente no es posible debido a que los refugiados rohingya no tienen garantía de seguridad alguna, y los combates en el estado de Rakhine, de donde procede la mayoría, continúan. 

Hay un aspecto que habitualmente se pasa por alto y que está en la raíz de mucho de lo que está sucediendo: un patrón que ya hemos visto en otros conflictos civiles y en otras partes del mundo. Tanto miembros del Ejército como algunos grupos insurgentes están implicados en la producción y el tráfico de drogas sintéticas y hay demasiado dinero en juego como para dejar que una guerra civil perturbe tan buen negocio. Según Naciones Unidas, la producción de opio en Myanmar casi se ha duplicado desde el golpe militar del 1 de febrero de 2021. Esto no hace sino reafirmar la convicción de que es mucho más lo que hay detrás de la situación de país asiático. Por un lado, un Gobierno cuya élite probablemente se esté lucrando con los beneficios de ese ilícito negocio, y, por otro, grupos insurgentes que, o bien hacen lo mismo, o utilizan los beneficios para financiar su lucha. Al mismo tiempo, no hay que olvidar que la situación de desgobierno y caos en algunas zonas las convierten en puntos calientes para el tráfico de personas y la proliferación del crimen organizado. Las consecuencias de todo lo anterior tienen repercusión en todo el mundo y especialmente en los países asiáticos fronterizos. 

Tanto China como Rusia han protegido a Myanmar de las críticas en los foros internacionales. China con el fin de mantener una relación bilateral sólida y con intereses económicos y comerciales por ambas partes. Pekín ha sido el mayor inversor en Myanmar desde hace mucho tiempo y ve al país como un importante actor en su estrategia del cinturón y la ruta en el sudeste asiático continental. 

Myanmar proporciona a China acceso al océano Índico, que se considera estratégicamente muy importante dado los desafíos a los que se enfrenta en el Mar de China Meridional con otras grandes potencias como India, Estados Unidos y Japón. Es importante destacar, como muestra de la importancia que Pekín otorga a Myanmar, el hecho de que el gigante asiático cuenta desde hace algún tiempo con un enviado especial permanente en el país. 

En el momento de escribir estas líneas, Myanmar está sumido en un profundo conflicto. La evidencia hasta ahora es que la moral es alta en la oposición al Gobierno y entre los miembros de la diáspora en el extranjero que la apoyan y financian. Por primera vez en la historia del país, el Ejército afronta una oposición armada de entidad en los estados de Kachin, Kayah, Kayin y Chin. Las regiones de Magwe y Sagaing también son zonas con una fuerte resistencia al Ejército, junto con partes de los estados de Shan. Los ciudadanos no desean vivir bajo un régimen militar autoritario y, aquellos que han tomado las armas, están aprendiendo a cooperar con las minorías étnicas, algo impensable hasta no hace mucho. 

La mayoría de los miembros de la diáspora de Myanmar opinan que la Junta Militar, más conocida como SAC por sus siglas en inglés (Special Administration Council) intentará mantenerse en el poder a cualquier precio. A menos que los resultados sobre el terreno supongan una abrumadora derrota militar en la lucha contra la insurgencia, el SAC no abandonará su política de lograr sus objetivos mediante la violencia armada, y mucho menos mientras tenga detrás el apoyo diplomático y logístico de China y Rusia.  

Otro dato novedoso es la participación de miembros de la mayoría étnica en la resistencia al régimen militar, pues algo así no se había producido desde el fracaso de la revuelta estudiantil de 1988.  

Parece haber pocos incentivos para que el SAC o el Gobierno de Unidad Nacional en el exilio cooperen para alcanzar un acuerdo políticamente negociado de cualquier tipo. Ambas partes se mantienen en su posición de tratar de alcanzar a toda costa sus objetivos mediante el enfrentamiento armado. Esto conduce irremediablemente al país a una situación de guerra civil generalizada que puede prolongarse durante varios años. 

Por el momento, parece que, a todos los efectos, el desenlace del conflicto sólo puede determinarlo el pueblo de Myanmar. Si éste llega a su fin, entonces será el momento de plantear conceptos como la soberanía y la integración de todas las etnias del territorio aglutinando a éste. 

El caso de Myanmar confirma que la transición de un régimen militar autoritario a uno democrático no es unilateral y está sujeta a toda clase de contratiempos. Y también nos recuerda que en este tipo de escenarios siempre hay mucho más detrás de lo que observamos, y generalmente suelen ser intereses económicos de lo más oscuro. En este sentido, la trayectoria es familiar en países como Nigeria y Pakistán, y esto debería hacernos reflexionar sobre lo que está sucediendo mucho más cerca de nuestras fronteras en países como Mali, Burkina Faso o Níger. Las similitudes son muy inquietantes.