«Maestra del relato corto contemporáneo». Con esta ajustada frase etiquetó su irrepetible talento la Academia sueca cuando en el 2013 otorgó a Alice Munro (Wingham, Ontario, 1931) el Premio Nobel de Literatura, que mereció, argumentaba el fallo, por su «armonioso estilo de narrar, caracterizado por su claridad y su realismo psicológico». La apodaban desde tiempo atrás la Chéjov canadiense, un apelativo que, en contra de lo habitual, no encerraba una enorme exageración. Y es que su obra está tan firmemente enraizada en el gran arte del escritor ruso como enredada en las frondosas ramas que de ese tronco habían crecido en los cálidos territorios sureños de Estados Unidos. En particular, el colosal cuarteto que integran Flannery O’Connor, Katherine Anne Porter, Eudora Welty y Carson McCullers. También pesa su adoración por la cuentista neozelandesa Katherine Mansfield, que reconoció a menudo como una fuente de inspiración.

Quizá la granja de su padre en la que se había criado le había dado las claves sobre la insignificancia del hombre en el seno de la naturaleza -y en relación con los demás animales- y la fragilidad (constante) de la vida humana. De hecho, ya de muy niña, explicó ella en una entrevista, mostró su decisión narradora. Ni siquiera sabía aún leer. Otros le leyeron La sirenita, y quiso cambiar aquel final cruel que había imaginado Hans Christian Andersen. Si lo que le ofrecía la realidad no servía, debió pensar enseguida, para corregirla, tenía la ficción. Con esas invenciones de su propia cosecha se consolaba a sí misma en el largo camino que recorría cada jornada hasta la escuela. Pero es que creció rodeada de mujeres, en el hogar, escuchando historias del acervo oral y también de la cotidianidad procedentes con frecuencia de lecturas en común. En ese caldo de cultivo fraguó, de un modo similar, su conciencia femenina, de la igualdad y la sororidad.

De hecho, como madre que cuida a sus hijos pequeños, que apenas dispone de horas libres, comenzó a escribir. Y esa no fue una razón menor en su elección del cuento como espacio y medida de creación. Que su segundo libro, Las vidas de las mujeres (1971), confeccionado a sus 40 años y con cuatro niños a su cargo, sea considerado su única novela, y que muestra ecos de su infancia en Ontario y del descubrimiento del poder de la escritura, es casi un malentendido, porque no deja de suponer una colección más de relatos. Fue así cómo encontró su hábitat natural, en el que desarrolló con genio, reconocimiento y éxito su carrera, en un camino que ayudó, de paso, a prestigiar el cuento ante aquellos que todavía mantienen de manera incomprensible que es un género menor que debe arrodillarse ante la diosa novela. Munro es hoy una escritora imprescindible, cuya obra se codea sin complejos con la de maestros contemporáneos del relato corto como Raymond Carver, Grace Paley, Richard Ford, Amy Hempel e incluso Kjell Askildsen.

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Madres e hijas

Sus textos se mueven en la sutileza de los matices, pero sobre todo en la sencillez expresiva y los diálogos inteligentes, y en los intersticios, donde la elipsis y lo que se calla es tan importante como lo que se dice. Su material está extraído de lo cotidiano, de la observación de los seres corrientes -la relación entre madres e hijas es uno de sus temas predilectos-, en una sutileza que no admite aspavientos, ruido, excesos ni excentricidades.

Con el paso del tiempo, recordaba, muy pronto, fue virando su posición juvenil desde los finales siempre felices que ideaba para sus heroínas a su conciencia de lo trágico, de aquella crueldad que permeaba la existencia y que había intuido muy tempranamente en Andersen. Lecturas de clásicos como Cumbres borrascosas -única novela de Emily Brontë- le habían hecho entender el interés crucial de mudar la perspectiva, aseguraba.

La autora -que murió este lunes a los 92 años en su Ontario natal- padecía demencia desde hace al menos un decenio, según confirmó su familia al diario canadiense Globe and Mail. De hecho, pocos meses después de lograr el Nobel, ya octogenaria, anunció que se retiraba de la escritura, aduciendo su cansancio de una existencia en soledad dedicada a una labor que la alejaba en ocasiones de sus propios seres queridos. Necesitaba, añadía, sus afectos, su calor.

Isabel Allende: «Munro fue una gran escritora que marcó un hito en la literatura»

La escritora chilena Isabel Allende (1942) lamentó el fallecimiento de su colega canadiense: «Alice Munro fue una gran escritora que marcó un hito en la literatura». Así lo afirmó a Efe desde su casa de Los Ángeles (Estados Unidos), en unas declaraciones en las que insistió: «Por algo ganó el Nobel». «Yo he leído no sé si todo, pero mucho de su obra, y me da mucha pena», se refirió a la pérdida de una autora por la que ha confesado en ocasiones su «fascinación» como apasionada lectora de cuentos.

Capaz de crear personajes complejos en unas pocas páginas, Munro centra sus narraciones breves en los vínculos humanos, siempre bajo el prisma de la vida común. Gente de a pie que trata de sobrellevar una existencia decente y sostener una sociedad «que genera a menudo relaciones tensas y conflictos morales, anclados en las diferencias generacionales o de proyectos de vida contradictorios», según recordó la Academia sueca al premiarla, como recoge Colpisa.

Sus relatos los protagonizan habitantes de pequeñas ciudades. Como Clinton, en Ontario, y Comox, en la Columbia Británica, entre las que Munro repartía su tiempo, voluntariamente apartada del vértigo y el bullicio de las grandes urbes y siempre al margen de los cenáculos literarios. En esos ámbitos rurales despliega un mundo emocional en el que el placer y el dolor pueden agazaparse bajo el hule de una mesa de cocina en unos cuentos que entusiasman por su sencillez y que encierran lo mejor y lo peor del alma humana. «Cualquier vida, cualquier entorno puede ser interesante», afirmaba Munro, que jamás pensó «en la escritura como un don» y que acaso «no hubiera sido tan osada si hubiera vivido en una ciudad, compitiendo con otras personas».

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