La revuelta de octubre en disputa
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La revuelta de octubre en disputa

Por: Juan Pablo Correa Salinas | Publicado: 12.05.2024
La revuelta de octubre en disputa Imagen referencial | AGENCIAUNO
Hoy vivimos el final de este proceso. A pesar de su eventual responsabilidad en las mutilaciones de ojos que Carabineros provocó en los días del “estallido”, el general Yañez, Director de Carabineros, sigue a cargo de la institución. Varios de los mutilados en la protesta se han suicidado. Y estamos muy lejos de conquistar el derecho de vivir en paz.

El asesinato de tres carabineros y la posterior incineración de sus cadaveres el día en que la institución policial celebraba su aniversario generó una ola de indignación en la sociedad chilena. Y aunque el crimen ocurrió en una zona rural en “estado de emergencia”, en dónde existen reivindicaciones de tierras indígenas por parte de grupos armados, así como organizaciones delictivas dedicadas al narcotráfico y al robo de madera, la derecha política ha intentado conectar el asesinato con las movilizaciones políticas de octubre de 2019, las que ocurrieron en las grandes ciudades del país, especialmente en Santiago.

Para sostener una conexión tan disparatada los políticos de derecha, así como los periodistas de los grandes medios de comunicación, han seguido el discurso delirante que Lucy Oporto desarrolló sobre el “estallido social”. En especial su interpretación de la figura del “Negro Matapacos”. Dice Oporto:

“Ahora bien, esta imagen no ha sido causa de los asesinatos de carabineros en escalada […] sino su prefiguración inconsciente.[…] Esta imagen concentra lo más abyecto del octubrismo. Es su núcleo, en cuanto instintividad sin espíritu: un perro cuya esencia es matar carabineros, un perro asesino, pero en el marco de una victimización manipuladora largamente vociferada, que legitimaba la destrucción a mansalva.[…] Pues asesinar y exterminar a la policía, además de su impacto humano inmediato, son acciones e imágenes de una disolución activa de todo orden y sentido de los límites, conducente a la intensificación y consumación de la barbarie y la anomia encarnadas por este perro diabólico”.

En su columna, Oporto se esfuerza por recordar historias de perros “diabólicos”, como Cerbero, el perro imaginario de tres cabezas que cuidaba la entrada al infierno en la antigua mitología griega, o los perros reales de Ingrid Ölderock que, como recuerda Oporto, fue una agente de la DINA que se dedicó a adiestrar perros para “la tortura sexual de prisioneros durante la dictadura”. Pero el ejercicio de Oporto es vano. Ninguno de los perros que recuerda dice relación con el “Negro Matapacos” ni con las prácticas de los estudiantes que le pusieron ese nombre en las protestas de 2011.

El “Negro Matapacos” fue un perro callejero que acompañó con entusiasmo las marchas por la educación. Los estudiantes lo bautizaron así para destacar sus características más evidentes: el color y el coraje. El perro ladraba a los policías que intentaban disolver las manifestaciones con el “guanaco” y las bombas lacrimógenas. Obviamente no mató, no atacó ni mordió a nadie y quienes le pusieron ese nombre sólo buscaban subrayar su actitud en una lucha extremadamente desigual.

Querían reivindicar con una metáfora la actitud combativa -y al mismo tiempo festiva- que asumieron frente a un Estado que, en su opinión, actualizaba diariamente el proyecto político de la dictadura. “Murió Pinochet, pero no ha muerto la educación, la salud ni la constitución de Pinochet”, dijeron.

Para la revuelta de octubre de 2019 (el “estallido social”) el “Negro Matapacos” ya había muerto y su figura se hizo parte de la leyenda que construyó la ciudadanía para reemplazar otras leyendas que los colegios y los medios de comunicación presentan como historia de “hechos objetivos”. Fue parte del proceso de ironización y crítica de las formas establecidas del poder que la ciudadanía protestante cuestionaba en cada grito, en cada rayado, en cada pancarta. “La rebeldía es quiltra, pobre y valiente” decía uno de los tantos carteles alusivos que se compartieron en las calles y en las redes sociales en ese período.

En contra de la opinión del periodista Iván Valenzuela, es necesario decir que “Matapacos” no es un apellido. A diferencia de los seres humanos, cuyos apellidos dan cuenta de un linaje que los arropa y protege, los perros sólo cuentan con su nombre. Sobre ellos los humanos han proyectado su racismo, separándolos en categorías a partir de sus características fenotípicas.

Pero las razas no son linajes. Y menos en el caso de aquellos perros que no tienen características fenotípicas idealizadas y estereotipadas: los quiltros. La ausencia de linaje -en perros y seres humanos- presiona a la realización de empresas heroicas para obtener alguna forma de inscripción social. “Ganarse un nombre” llama a eso nuestra cultura. Y en nuestro país, el ejemplo más famoso y evidente es el de Bernardo O’Higgins, quién no tuvo padre y, en respuesta a esa situación, se transformó en “padre de la patria”.

Lo más parecido al «Matapacos» en un mundo de seres humanos no son las bandas delincuenciales, ni las agrupaciones terroristas, ni las hordas nihilistas -como tanto les gusta decir a Oporto- sino el escritor Pedro Lemebel. Soy una “quiltra lunera” -dijo de sí mismo tantas veces- un “mariquita pobre” de rostro “aindiado”.

Buena parte de quiénes se manifestaron en los días del «estallido social» se identificaron con el «Matapacos» y su condición desmedrada de perro negro y flaco que vive en la calle, con su estatus de quiltro sin linaje, de animal mestizo y huacho que todos los días se juega la vida para poder sobrevivir.

Los protestantes se identificaron con el “Matapacos” y también con Lemebel. Porque Pedro Lemebel fue el primero en conectar varios de los temas que estuvieron en el corazón de la protesta: la disidencia sexual, la reivindicación de los pueblos indígenas y su presencia en la chilenidad, la lucha de clases y ese autoritarismo endémico de nuestra cultura que no respeta la diversidad de estilos de vida, ni las diferentes concepciones de la vida buena que existen en el país.

La “cofradía de huachos” -la expresión es de Gabriel Salazar– cuestionó a fondo un orden social del que nunca se sintió plenamente parte. Y lo hizo de múltiples maneras, a través de un doble proceso de sublimación e ironización de estereotipos. Para eso hizo memoria, y a través de ese proceso comenzó a reconstruir la historia común. La desigualdad socioeconómica, la violencia estatal y la falta de pluralismo fueron los grandes temas en los que se centró la protesta ciudadana.

Las feministas, por ejemplo, a través del colectivo Las tesis: “y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía… el violador eres tú…son los pacos, los jueces, el Estado, el presidente…el Estado opresor es un macho violador”. Entonces aparecieron las figuras sublimadas de los grandes muertos. El panteón que construyeron los protestantes incluía a Violeta y Nicanor Parra, Gladys Marín y Gabriela Mistral, además del “Matapacos” y Pedro Lemebel.

Todos pobres, todos mestizos, todos enormemente dignos. Y la gente agregó a Camilo Catrillanca, joven comunero mapuche asesinado un año antes por la policía. Y a Felipe Camiroaga, el “amigo del pueblo”. Los muertos permitieron dar un sentido histórico a un movimiento que buscaba cambiar el ejercicio del poder en el país.

“Son tantas cosas que no sé cual escribir”, decía una pancarta. “Tengo miedo que esto acabe y todo siga igual”, decía otra. Por eso fue tan fácil que una gran mayoría ciudadana respondiera positivamente a la oferta de las fuerzas políticas para construir una nueva constitución. Al fin y al cabo, se trataba de cambiar las reglas del juego, de construir un nuevo “pacto social” y de reescribir una historia repleta de mistificaciones, incorporando a todos los que antes fueron excluidos.

La proliferación e integración de discursos alternativos al hegemónico en el «estallido» fue la clave que permitió articular las movilizaciones callejeras, las acciones desde casas y departamentos y, por supuesto, el funcionamiento de las redes sociales. Y los procesos de sublimación e ironización de estereotipos permitieron instalar lecturas nuevas de nuestra historia y estructura social, económica y política.

Fue la síntesis de décadas de movilizaciones y pudo tener un final sorprendente en la rearticulación del poder en el país si los principales actores del proceso constituyente hubiesen tenido más conciencia del poder de la comunicación y los relatos en la construcción de mayorías políticas.

Pero nuestro país tiene dueños, además de autoridades. Y los dueños se emplearon a fondo para resistir a las fuerzas de cambio. Al relato que legitimaba la irrupción popular en las decisiones políticas, opusieron la idea del “mamarracho”. De ese modo descalificaron la participación del pueblo pobre en el proceso constituyente. No todos están preparados para redactar constituciones y reconstruir institucionalidades, dijeron.

Para eso necesitamos expertos. Apoyados en el miedo y en la angustia que generó la pandemia, desarrollaron un discurso terrorista sobre el cambio constitucional. Los indios y los migrantes se quedarán con tus derechos, dijeron. También con tu casa y con tu trabajo. Finalmente, celebraron con banderas chilenas el rechazo popular a la propuesta de la Convención que ofrecía al país un diseño institucional más democrático.

Hoy vivimos el final de este proceso. A pesar de su eventual responsabilidad en las mutilaciones de ojos que Carabineros provocó en los días del “estallido”, el general Yañez, Director de Carabineros, sigue a cargo de la institución. Varios de los mutilados en la protesta se han suicidado. Y estamos muy lejos de conquistar el derecho de vivir en paz.

Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo social.