Mi gran abuelo – Diario La Hora

Mi gran abuelo

Águeda Pallares  | [email protected]

Nací en 1951, un domingo 7 de octubre. Mi abuelo salió de la casa directo al registro civil para hacer oficial mi nacimiento y ponerme el nombre de Águeda María Luz del Rosario.

Águeda por mi mágica abuela, María porque todas las mujeres tienen ese nombre, Luz por mi bella abuela paterna y Rosario porque el siete de octubre es el día de la virgen del Rosario. Con todos esos nombres me inauguré en la vida que se iba desvelando ante mis ojos asombrados de todo lo que veían.

Me llevaron a vivir un tiempo en Otón, hacienda de mi familia paterna donde me paseaban en coche por el jardín, en esa paz me llené de luz, nubes blancas y un cielo azul.  Un día nos trasladamos a una hacienda en Santo Domingo de los Colorados, ahí el jardín era la selva infinita y los incipientes árboles de cacao.

De la vida en Santo Domingo tengo el recuerdo de mi abuelo, de su presencia que iba tomando cuerpo entre aullidos de monos, cantos de aves y del tigrillo que rugía a lo lejos llenándome de pánico.

Una mañana salí a caminar tomada de su mano y algo extraño me llamó tanto la atención que me detuve. Él me preguntó muy cariñoso:

—¿Qué pasó?

—Una señora le grita a su hija ¡hueco va, hueco va! Creo que le está mandando a la casa—le contesté yo en medio de esa poderosa Naturaleza que no se callaba nunca. Mi abuelo no se sonrió, ni se burló. Me dijo que, en efecto, era el ave Valdivia llamando a su hija para que fuera a comer y que vivían entre las nubes, que desde ese momento, despertaron en mí una fascinación nueva. Apoyada contra la malla metálica de mi ventana auscultaba el cielo para encontrar ese hogar fantástico y, al escuchar el hueco va, hueco va, me imaginaba a la Valdivia llamando a su hija para que comiera fresas con crema y se fuera a dormir.

La gran ciudad

Mis abuelos venían a visitarnos y cuando regresaban me llevaban a Quito para que pase unos días con ellos. La primera vez que llegué a la ciudad era ya oscuro y pregunté qué era lo que colgaba de los postes en la calle:

—Son focos, Aguedita.

Yo contesté con toda solvencia:

—No, papaya es—no conocía la luz eléctrica.

Los años pasaron y mi abuelo sufrió un revés económico con el Diario El Sol. La vida se trastocó y la familia se convulsionó tanto, que los primos, que para la fecha éramos Diego, Fernando y yo, nos escondíamos tras las puertas para oír conversaciones y transacciones que no alcanzábamos a comprender.

En Quito, mis abuelos vivían en una casa arrendada en la  6 de diciembre, junto a la Embajada de Colombia donde íbamos a comer fresas silvestres que bordeaban el jardín. La puerta de la embajada permanecía siempre abierta, me imagino que no había tanto peligro, los únicos sospechosos éramos nosotros, pero nadie nos tomaba en cuenta. Mis primos vivían en la casa de los abuelos, nosotros llegábamos cuando mis papás tenían trámites burocráticos. Como yo no tenía cuarto dormía en la gran cama de mis abuelos, en la mitad de los dos. Quería que me contara cosas de su abuela fantástica que era dueña de medio Loja. Él me contaba:

—Se llamaba Mama Alegría. Siempre salía a visitar las haciendas con su paje, al que le pedía locro con queso cuando tenía hambre. El paje desmontaba, metía un mate en el río para llenarlo de agua y piedritas que de forma sorprendente se convertía en un rico y caliente locro.

Yo le creía todo y cuando le pregunté que dónde estaba Mama Alegría, me contestó:

—Cuando mi abuela regresaba de una de sus propiedades montada en su caballo, la mató un rayo. Tenía 104 años.

En esos días íbamos de paseo a la casa que estaban construyendo en Bella Vista, cada uno llevaba su canasta con cosas ricas y marchábamos en alegre caravana a comer choclos con queso que iban en un saco grande junto a la leña y la olla para cocinarlos al aire libre.

Por fin, mis abuelos se trasladaron a la casa de Bella Vista que se convirtió en su hogar permanente. Francisco, Catalina, Andrés y Alegría se incorporaron al grupo de nietos, luego llegarían Martín y Manuel.

Amado y odiado

En el colegio me enteré que mi abuelo era alguien muy importante, el intelectual de más renombre en el país, pero, así como era amado, era odiado. Cuando mi primo Diego y yo supimos que alguna gente hablaba mal de él, subimos corriendo a su biblioteca y llorarnos hasta que los ojos se nos hincharon y nos quedamos sin voz, entonces, dijo:

—Yo soy un hombre público y estoy acostumbrado a que hablen de mí; bien y mal, pero mientras hablen quiere decir que hago ruido.

Desde entonces entendí que Benjamín Carrión no dejaba indiferente a nadie y “me sentí orgullosa de ser su nieta. Fue un momento trascendente porque hasta el día de hoy admiro y, sobre todo amo, a “Mincito” como yo lo llamaba para suavizar el nombre de Benjamín, fui la única nieta que lo llamó así, los demás le decían Papamín.

Por ese entonces la calle Bosmediano era un callejón empedrado flanqueado de sixes y de una acequia que se desbordaba, por ahí pasaban caballos, vacas y ovejas. La 6 de diciembre era empedrada y muy rural, también pastaban las vacas y un caballo que comía hierba junto a la parada del bus escolar. Nosotros vivíamos en “la casa de abajo” pero subíamos todas las tardes a “la casa de arriba” para tomar café en el cuarto de la” mamaniña” con toda la familia y charlar hasta bien entrada la noche.

Cuando era muy chiquita, mi abuelo me regaló Robin Hood, yo apenas sabía leer y preguntaba qué significaba cada palabra nueva y desconocida, luego llegaron Los Tres Mosqueteros y me enamoré de Alejandro Dumas, pero mi verdadero amor llegó cuando cumplí 17 años y recibí de sus manos las obras completas de Maupassant, sus novelas y cuentos me hicieron soñar y pasaba largas horas en la biblioteca hablando de literatura con mi abuelo mientras en el tocadiscos sonaba música clásica que él tanto amaba. Conocí a Standhal, Zola y otros escritores franceses del siglo XIX. Puedo decir que mi abuelo me inició en la Literatura que ha sido mi gran compañera. Ahora que escribo, lo extraño más que nunca y estoy segura que le hubiera gustado saber que me dedico a lo que él tanto amaba.

En mi adolescencia me enamoré muchas veces y fue mi abuelo el único que conocía mis secretos, ni a mi mejor amiga le confiaba lo que sentía mi corazón. Yo subía a su biblioteca y hablaba sin parar, él me escuchaba en un silencio cómplice y compresivo que yo agradezco desde el fondo del alma porque confié en un hombre que supo guiarme y, sin que yo me diera cuenta, tuve al mejor profesor.

La vida pasaba y mi relación con” Mincito” era cada vez más entrañable. Dos veces fuimos con él a México; la primera ocasión estuvo en condición de exiliado con cátedra en la UNAM.

La segunda vez fue el embajador del Ecuador y, como ese año me graduaba, aproveché la ocasión para buscar un vestido de graduación. Encontré uno de encaje blanco hecho todo a mano que era una belleza, pero tan caro que mis papás no me lo pudieron comprar. Al día siguiente mi abuelo me llevó al almacén para ver por sus propios ojos el vestido que tanto me gustó. pero me dijo que era imposible que mis papás me lo costearan. Como yo había aprendido su filosofía de vida, le puse buena cara al mal tiempo y me olvidé del asunto.

Nos despedimos de los abuelos y regresamos a Quito.

Estábamos en plena organización de la fiesta de graduación cuando mi mamá me llevó donde la Ñata Miranda, una reconocida costurera, para que me confeccionara un vestido largo para ese día. En medio de los preparativos, nos llegó la noticia de que se había terminado su misión diplomática y que pronto, los abuelos, estarían con nosotros.

Cuando regresaron de México nos trajeron regalos como siempre y nosotros revoloteábamos alrededor de ellos esperando los obsequios que venían en vistosos paquetes. Me sentí decepcionada al ver que a mí me tocó uno envuelto de forma descuidada. Pero me faltan palabras para describir la felicidad que sentí cuando lo rompí y salió exultante el hermoso vestido de encaje blanco hecho a mano que me hizo suspirar en México y que llevé puesto el día de mi graduación.

Mi rumbo propio
La vida pasaba, yo me casé y nació mi primera hija. En un momento en que estaba sola en la habitación de la clínica, mi abuelo entró, la examinó detenidamente y dictaminó que era una niña hermosa, que debía llamarse Gabriela como la novela de Jorge Amado, Gabriela Clavo y Canela.

Pero un día, la “Mamaniña”, mi abuela, tuvo un quebranto en su salud y la llevaron de urgencia a la clínica. “Mincito” se quedó conmigo, los dos temblábamos de miedo y de repente me dijo que no quería vivir ni un solo instante sin ella, que no podía. Nos abrazamos y lloramos un rato, los dos la amábamos demasiado, significaba tanto en nuestras vidas. A la mañana siguiente tuvo que ingresar a la misma clínica. Tener a los dos en un hospital fue lo más triste que nos pudo pasar, ellos eran la hoguera que alimentaba nuestra hermosa juventud.

Durante su larga enfermedad estuvo siempre acompañado de quienes tanto lo quisimos y esperó a que llegara Diego de Inglaterra para morir junto a todos sus nietos. Lo despedimos con besos y frases de amor que brotaban en ese momento solemne y amoroso a la vez. Tres años después de su muerte, tuve un embarazo muy delicado y entré en labor de parto. En la habitación, donde me preparaban para la cesárea, estaba encendido el televisor. La enfermera que me atendía dijo:

—Están pasando una entrevista con Benjamín Carrión, ¿era su abuelito?

No pude evitar las lágrimas ante el milagro de que estuviera conmigo en un momento tan crítico y delicado. Me acompañó y tranquilizó todo el tiempo hasta que el doctor me dijo que mi hijo Rafael nació sano y hermoso. Entonces me desvanecí. Ahora sé que las personas que uno ama nunca se van de nuestro lado y nos acompañan en los momentos más importantes y especiales de la vida, mi abuelo estuvo conmigo cuando nacieron mis dos hijos.

Mi abuela Águeda, en compañía de su fiel Aída, dedicó el resto de su vida en arreglar la casa de la Jorge Washington para el Municipio de Quito y poner ahí la inmensa y magnífica biblioteca donde el abuelo pasaba la mayor parte de su tiempo leyendo y escribiendo. Hoy es El Centro Cultural Benjamín Carrión que mantiene viva su memoria y su legado cultural.

Águeda Pallares